Anfítrite, François Théodore |
Pone leguas de agua y sal entre ella y el divino regente, y la lejanía
le hace sentir a salvo de ardores que la desconciertan. En su virginal temor,
expresar sus miedos no es una opción. Ha sentido la necesidad en los apresados
pechos, la dureza de la carne contra el principio de los muslos. Duda que
cualquier explicación hubiera calmado el ansia que las caricias evidenciaban.
Primero la habría tomado, y después lo habría hecho otra vez. Puede que más
tarde hubiera pensado en las palabras tiernas que su cuerpo intacto había
esperado recibir. O quizá la habría hecho suya para olvidarse de su existencia
una vez el hambre hubiera quedado saciado.
Sea como fuere, la ojizarca nereida aún siente la intromisión de la
roma carne y anhela su presencia en el hogar de su doncellez.
Es tras cruzar las Columnas de Hércules, cuando el afán de su huida
deja paso a la curiosidad innata del propio cuerpo. Emerge a la despejada
superficie y bracea con gracia hasta una cala bordeada de rocas. Encuentra la
ideal donde esconder su desnuda figura y, por primera vez, presta atención a
los que en los hombres causa tan errático comportamiento. Las flores de coral
se han secado en sus caderas al primer roce con el aire y aparta el cinturón de
su piel con un pesaroso «lo siento».
No llega a comprender porqué los ojos de su señor, la escogieron a
ella por encima de sus hermanas. No entiende qué tienen sus curvas de
diferentes. No sabe todavía que ha sido la inocencia de sus actos la que atrajo
su atención en primer lugar. Pero sí recuerda la sensación de las ásperas manos
al apresar sus pechos y lleva los pequeños dedos a sus senos inflamados.
Son suaves y delicados, y aunque el cosquilleo que provocan es
placentero, no suscitan el mismo anhelo. Arrastra las palmas sobre la piel,
arrancándose jadeos espontáneos. Sus ojos se desbordan y observa la tirantez de
sus pezones irguiéndose en el aire. Los aplasta de nuevo en la intensidad de su
descubrimiento y los hace rodar en una necesidad inconsciente. Continúa
acariciándose y jadeando, mientras otras partes de su cuerpo se sienten dolidas
y expectantes, ansiosas por otras manos no tan suaves que las cubran del dañino
aire.
El deseo la enerva, pero se siente vacía, y cuando se hace consciente de ello, se
encuentra a sí misma recostada de la manera más impúdica. Las piernas bien
abiertas a los elementos, las caderas alzándose hacia aquello que sólo está en
su mente.
Se le escapa un gruñido bajo por la frustración de la que es presa.
Desliza las manos hacia abajo por su cuerpo y ahueca el vértice entre sus
muslos con ambas palmas. Nota una humedad que en nada tiene que ver con su
condición de ninfa marina y a su memoria vuelve la carne inflamada que ha
tanteado en su entrada, la que ha provocado la punzada de miedo que la hizo
correr y que ahora no parece algo de lo que huir sino algo a lo que aspirar.
Abre los ojos al sol del mediodía y se pregunta si son sus rayos los
que originan la fiebre de su piel o si son los recuerdos los que la mantienen
al borde del delirio. Quizá la culpa es de sus dedos, que de forma instintiva
saben cómo moverse entre sus piernas.
—Podría ser aún mejor.
Anfítrite se sienta de golpe en la piedra, las piernas dobladas contra
el pecho, los brazos envolviéndolas con fuerza. Fija la vista en el macho que
ha aparecido frente a ella y que permanece hundido hasta la cintura. Lo conoce,
pero está acostumbrada a verlo en la corte, a la derecha de su señor,
susurrando sabios consejos. Delfín era un ser en el que se podía confiar.
—¿Te ha enviado a buscarme? — pregunta en un susurro en el que todavía
se puede percibir un atisbo de miedo.
—Vine por mi cuenta —no intenta acercarse, se mantiene a flote en el
lugar en el que ha emergido—. El rey nos prohibió obligarte a volver y después
dejó le palacio.
La joven no muestra sorpresa, pero estaba clavada en su pecho. Había
pensado que la arrastrarían a su presencia tan pronto la encontraran. No había
antecedentes que amparasen ese comportamiento. Pero, claro, tampoco ninguna
antes lo había rechazado. Así que aprende algo de su señor que calma sus
temores de doncella: es implacable, pero no por eso cruel.
—¿Cómo es eso, Delfín?
El macho se revuelve en el agua.
—Es un soberano justo. El es…
—No, no él —interrumpe—. ¿Cómo es…?
—¡Ah! Eso.
—Sí
El rubor que emerge del pecho del hombre no puede ser por los rayos
del sol. Ha sido demasiado súbito.
—Es difícil de explicar. Pero es… bueno. Eso seguro.
—No lo noté tan bueno.
El rubor se hace más profundo.
—Te has tocado —la muchacha asiente, algo avergonzada—. Vuelve a
hacerlo. Y, esta vez, no pares.
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