FIESTA DE CLAUSURA

He estado durante mucho tiempo posponiendo lo inevitable, pero con el Fin de Año tan cerca, ha llegado el momento. Desde sus inicios, este blog iba cumpliendo las expectativas (las mías, por supuesto), quizá porque no tenía muchas. Lo que sí que nunca tuvo fue un Norte. Mucha ilusión, pero no un objetivo claro. Ha sufrido cambios físicos muy numerosos y notables, pero lo cierto es que necesitaba un cambio mucho más profundo. Puede que una reinvención total.

Durante el último año, no me he sentido cómoda con él, porque Kyra ya no soy yo y seguramente no lo he sido nunca. No soy un pseudónimo, sino yo misma. Y mientras personalmente he ido evolucionando, este blog ha permanecido estático. El no sentirse identificado con algo se nota y hasta los últimos relatos que he colgado me ha costado Dios y ayuda escribirlos sólo por pensar que iban destinados al blog. No voy a volver a caer en la trampa de escribir obligada. No quiero cogerle manía a algo que me ha entusiasmado desde siempre. Y este espacio, que dejó de ser mío para poseerme hace ya tiempo, es hora de que acabe.

Probablemente vuelva al mundo de los blogs. No me considero adicta, pero me encantan. En circunstancias normales mañana mismo ya lo tendría creado y lo lanzaría a la red con un grito de guerra. Pero me quiero tomar mi tiempo para sentirme verdaderamente identificada con él, para crearlo desde lo más profundo de mi persona. No quiero precipitarme en mi nuevo viaje.

Pero no me puedo ir sin antes dar las gracias a todos los que me habéis acompañado en esta andadura. Ha sido de verdad un hermoso camino de aprendizaje. Espero haber dejado también yo mi granito de arena. Los hay que llegaron y se quedaron para siempre. Y los que con el tiempo se alejaron hacia campos más fértiles. Estáis todos en mi corazón y de todos he aprendido valiosísimas lecciones. Puede que algún día nos volvamos a encontrar. Por si acaso, os deseo a todos

BUEN CAMINO!!


M.E. 3: Al Ritmo de las Mareas IV

Triunfo de Neptuno y Anfítrite, Anónimo

Lo encuentran en una playa apartada de la isla de Eubea. Anfítrite detiene su avance, pero no se dejará ver hasta asegurarse de que el explosivo temperamento de su señor se ha templado con las frías aguas del océano. Delfín emerge a su lado y ella espera su gesto de ánimo para centrar la vista en la playa y buscar al dios por el que su cuerpo palpita.
Lo encuentra en la estrecha orilla, con el cuerpo vuelto al cielo, su verga erecta casi retando a su hermano el rayo. La ninfa rememora el tacto cálido y fugaz de esa piel y lame la sal de sus labios como si fuera la del cuerpo de su amante. La abruma su poderío de músculos definidos, de bíceps gruesos y marcados por el peso del tridente y de sus muslos largos y prietos de vencer la resistencia de las aguas. El mar en ese momento los oculta para enseguida descubrirlos en su lenta y perezosa retirada. Y mientras éste se retira, Anfítrite avanza, hipnotizada por su carne.
Por su miembro, grueso y altivo, que con la respiración baja y sube de su vientre duro y plano. Por ese miembro que le ve rodear con una mano y apretar hasta enseñar los dientes. Los restos de agua y sudor, reflejan el sol de media tarde y rodean el broncíneo cuerpo de un halo dorado. La sal de la piel de Anfítrite genera destellos plateados que llaman la atención del monarca. Este acelera el vaivén de su mano y clava los ojos en ella como si fuera solo el espejismo de un deseo. Es su tacto de seda en los muslos el que le convence de la realidad de su figura, el toque tímido de su pequeño dedo recogiendo el semen que escapa de su corona el que paraliza sus movimientos. Y la visión de su rosada lengua lamiendo su semilla la que envara aún más su encendida erección.
Un ronco gruñido escapa de su pecho y deja caer la cabeza sobre la arena, mientras los jadeos desgarran la quietud del lugar. Anfítrite se siente atrevida. Por descubrir los placeres que le prometió Delfín, pero sobre todo por la vibración que su tacto y sus quejidos están provocando en su centro. Se arrodilla sobre el hombre que está destinado a ser su amante y prueba el licor directamente desde su fuente, degustándolo de forma superficial con la lengua y extrayéndolo mediante fuertes succiones.
Posidón teme entonces asustarla con una precoz descarga en su inexperta boca y la obliga a soltarle con un tirón de pelo. Gruñe por la necesidad de un deseo insatisfecho, pero le fascina su rostro extasiado. Los ojos de la doncella están vidriosos y entrecerrados, su boca roja y húmeda, hinchada por la presión sobre su sexo. Se pregunta si su centro estará igual de húmedo y oscuro, si sus pliegues también se habrán inflamado por el necesitado deseo.
La atrae hacia arriba sin soltar el agarre de sus empapadas guedejas y ella gatea sobre su cuerpo arrastrando los pezones por su vientre y pecho; al alcance de su boca donde los ordeña como ella ha hecho con su miembro. La hace seguir subiendo agarrándola por las caderas hasta que las rodillas se hunden en la arena a cada lado de su cabeza. Entonces, sin un solo vistazo, sin un pequeño comedimiento por su inexperiencia, abre la boca y cubre su sexo. Lo arrasa con su hambre y lame con su lengua. La avasalla con un beso íntimo preñado de pasión. La enrojece con las caricias de su barba. Y enjuga su orgasmo con los labios duros y ansiosos, mientras el aire se lleva sus gritos de virgen deseosa de convertirse en cortesana.
Anfítrite se restriega contra su rey y su cuerpo explota en una descarga de sensaciones. El se retira mientras sus caderas continúan moviéndose al ritmo del deseo y se coloca frente a ella, todavía arrodillada. Un sollozo se le escapa al sentir el hambre voraz de tenerle dentro. Su interior se contrae en busca de de una presión fantasma que su cuerpo sabe, tendría que estar ahí. Pero no sabe cómo y lo único que puede hacer es apoyarse hacia atrás en sus manos y dejar que el aire enfríe su cuerpo.
Pero el dios tiene otros planes y mantiene el calor en auge mientras se encaja bajo ella, envolviéndole las suaves caderas con las manos, llevándolas hacia atrás a sus insinuantes nalgas. La nereida encuentra sus muslos para refregarse y esparce su humedad sobre ellos en frenéticos movimientos. Trepa sobre él, acercándose a sus tensos testículos, a su enhiesta erección. Posidón la frena con la fuerza de sus manos.
—Quieta —susurra en su oído—, no quiero hacerte daño.
Y ella le obedece porque es su rey, su soberano y porque sus dedos empiezan a hacerle algo maravilloso entre las piernas. Se agarra a sus brazos al sentirse abierta y expuesta y los aprieta cuando una presencia aún más dura y más caliente empieza a abrirse paso hacia su interior, allí donde lo quiere. Baja la mirada y con un jadeo observa su erección hundirse en su centro, penetrarla y salir, para volver a repetir cada vez más adentro. Cada vez más profundo.
Y así empieza a fraguarse el destino de las criaturas del mar. En la unión de dos cuerpos, de dos almas, de dos seres divinos acoplándose hasta crear la base de todo un reino imperecedero. En el amor carnal y pasional que es más que un simple manifiesto de las emociones de los corazones.
Y es en aquella danza, tan antigua como el mismo mundo, en la que se esconde la razón de la supervivencia. A veces dulce y amorosa, otras salvaje y violenta. Eterna. 
Como el Ritmo de las Mareas.


M.E. 3: Al Ritmo de las Mareas III


Odio a estos dos por encima de todas las cosas, creo que nunca me ha costado tanto escribir un puñetero relato. Ahí va la tercera parte:


Fuente de Anfítrite en La Granja de San Ildefonso

La mujer se envara ante esa petición insólita y la ofensa hace ademán de disolver los rastros del deseo. La curiosidad, sin embargo, gana la batalla contra la honra.
—¿Vas a mirar?
—Sólo para decirte lo que tienes que hacer.
Ella vuelve a asentir y se deja caer de nuevo sobre la roca. Apoya la palma entre sus piernas y la deja ahí, quieta, sintiendo las palpitaciones de su sexo contra ella.
—¿Ahora qué?
—Mueve los dedos.
Obedece titubeante, deslizando los dedos sobre su centro desnudo, encontrando la piel suave, cubierta de fino vello. El tacto le hace sentir extraña, pero en ningún caso ansiosa.
—No es tan bueno.
El parece titubear, algo incómodo.
—Ábrete más y pasa los dedos por dentro.
La nereida duda, pero deja que un dedo resbale entre la carne hasta encontrar los pliegues más cálidos… completamente húmedos. Sus ojos se abren por la ola que barre sus entrañas por dentro, desde el lugar donde mueve sus dedos. Un calor aún más extraño empieza a extenderse por sus muslos.
—¿Ahora qué?
—Recógelo y espárcelo hacia arriba.
Ella, alumna obediente, hace lo que le indica y lleva toda la humedad que escapaba de ella en la dirección que le señala. Su centro parece elevarse y cuando la yema de su dedo presiona contra la cima, una exclamación involuntaria se escapa de sus labios.
—Lo has encontrado —sonríe el macho, bajando una de sus manos por el pecho y el estómago libres de vello hasta esconderla bajo el agua—. Acarícialo. Arriba y abajo. En círculos. Encontrarás tu ritmo.
El ha encontrado el suyo, piensa Anfítrite, al ver su brazo moviéndose, los músculos tensándose. Ella tensa los suyos, como respuesta a los movimientos de sus dedos. La humedad con la que se ha empapado se va secando, por lo que vuelve a bajar. Cuando está de nuevo resbaladiza, retorna a la cima, al lugar que demanda sus caricias.
—Más rápido —urge el macho.
Ella obedece.
—Delfín… —jadea con sorpresa.
—Se siente mejor, ¿verdad? —él también parece tener problemas para respirar.
—Sí —responde en una exhalación de aliento.
A pesar de que el sol la ciega, deja los ojos abiertos para captar la expresión extasiada del macho. Imagina que ella luce una satisfacción y urgencia similares, su brazo tensándose con la misma frecuencia. Cuando el placer empieza a hacerse más intenso, abre aún más los muslos y se agarra a uno de ellos. Las caderas empujan contra su mano, se alzan buscando y deja que el instinto tome el control.
Desliza los dedos una y otra vez, y descubre que en círculos sobre la parte baja del pubis es mucho más intenso. Unos gemidos quedos le llegan al oído y descubre que es ella, facilitando una vía de escape al placer. Así que se acalla, mordiéndose los labios secos y permite a las sensaciones arremolinarse en su vientre, a la vez que presiona con más fuerza. Hasta que el remolino que se fragua entre sus piernas, se libera en olas de profundo placer que arrollan sus muslos y su pecho. Su grito se estrella contra las crestas de las olas y el macho imita su recorrido instantes después.
Permanece tendida con languidez, con las piernas abiertas, los pechos trémulos y el deseo escurriéndose por el centro justo de sus nalgas. La mano se ha quedado sobre su sexo y con los dedos esparce por él los restos del placer. Su carne no tarda en enardecerse de nuevo.
Su mirada encuentra la de Delfín. Su sonrisa habla de triunfo.
—Con un hombre es aún mejor.
Y Anfítrite le cree, después de probar el placer que le han proporcionado sus consejos.
—Llévame con él.

M.E. 3: Al Ritmo de las Mareas II




Anfítrite,
François Théodore
Pone leguas de agua y sal entre ella y el divino regente, y la lejanía le hace sentir a salvo de ardores que la desconciertan. En su virginal temor, expresar sus miedos no es una opción. Ha sentido la necesidad en los apresados pechos, la dureza de la carne contra el principio de los muslos. Duda que cualquier explicación hubiera calmado el ansia que las caricias evidenciaban. Primero la habría tomado, y después lo habría hecho otra vez. Puede que más tarde hubiera pensado en las palabras tiernas que su cuerpo intacto había esperado recibir. O quizá la habría hecho suya para olvidarse de su existencia una vez el hambre hubiera quedado saciado.
Sea como fuere, la ojizarca nereida aún siente la intromisión de la roma carne y anhela su presencia en el hogar de su doncellez.
Es tras cruzar las Columnas de Hércules, cuando el afán de su huida deja paso a la curiosidad innata del propio cuerpo. Emerge a la despejada superficie y bracea con gracia hasta una cala bordeada de rocas. Encuentra la ideal donde esconder su desnuda figura y, por primera vez, presta atención a los que en los hombres causa tan errático comportamiento. Las flores de coral se han secado en sus caderas al primer roce con el aire y aparta el cinturón de su piel con un pesaroso «lo siento».
No llega a comprender porqué los ojos de su señor, la escogieron a ella por encima de sus hermanas. No entiende qué tienen sus curvas de diferentes. No sabe todavía que ha sido la inocencia de sus actos la que atrajo su atención en primer lugar. Pero sí recuerda la sensación de las ásperas manos al apresar sus pechos y lleva los pequeños dedos a sus senos inflamados.
Son suaves y delicados, y aunque el cosquilleo que provocan es placentero, no suscitan el mismo anhelo. Arrastra las palmas sobre la piel, arrancándose jadeos espontáneos. Sus ojos se desbordan y observa la tirantez de sus pezones irguiéndose en el aire. Los aplasta de nuevo en la intensidad de su descubrimiento y los hace rodar en una necesidad inconsciente. Continúa acariciándose y jadeando, mientras otras partes de su cuerpo se sienten dolidas y expectantes, ansiosas por otras manos no tan suaves que las cubran del dañino aire.
El deseo la enerva, pero se siente vacía,  y cuando se hace consciente de ello, se encuentra a sí misma recostada de la manera más impúdica. Las piernas bien abiertas a los elementos, las caderas alzándose hacia aquello que sólo está en su mente.
Se le escapa un gruñido bajo por la frustración de la que es presa. Desliza las manos hacia abajo por su cuerpo y ahueca el vértice entre sus muslos con ambas palmas. Nota una humedad que en nada tiene que ver con su condición de ninfa marina y a su memoria vuelve la carne inflamada que ha tanteado en su entrada, la que ha provocado la punzada de miedo que la hizo correr y que ahora no parece algo de lo que huir sino algo a lo que aspirar.
Abre los ojos al sol del mediodía y se pregunta si son sus rayos los que originan la fiebre de su piel o si son los recuerdos los que la mantienen al borde del delirio. Quizá la culpa es de sus dedos, que de forma instintiva saben cómo moverse entre sus piernas.
—Podría ser aún mejor.
Anfítrite se sienta de golpe en la piedra, las piernas dobladas contra el pecho, los brazos envolviéndolas con fuerza. Fija la vista en el macho que ha aparecido frente a ella y que permanece hundido hasta la cintura. Lo conoce, pero está acostumbrada a verlo en la corte, a la derecha de su señor, susurrando sabios consejos. Delfín era un ser en el que se podía confiar.
—¿Te ha enviado a buscarme? — pregunta en un susurro en el que todavía se puede percibir un atisbo de miedo.
—Vine por mi cuenta —no intenta acercarse, se mantiene a flote en el lugar en el que ha emergido—. El rey nos prohibió obligarte a volver y después dejó le palacio.
La joven no muestra sorpresa, pero estaba clavada en su pecho. Había pensado que la arrastrarían a su presencia tan pronto la encontraran. No había antecedentes que amparasen ese comportamiento. Pero, claro, tampoco ninguna antes lo había rechazado. Así que aprende algo de su señor que calma sus temores de doncella: es implacable, pero no por eso cruel.
—¿Cómo es eso, Delfín?
El macho se revuelve en el agua.
—Es un soberano justo. El es…
—No, no él —interrumpe—. ¿Cómo es…?
—¡Ah! Eso.
—Sí
El rubor que emerge del pecho del hombre no puede ser por los rayos del sol. Ha sido demasiado súbito.
—Es difícil de explicar. Pero es… bueno. Eso seguro.
—No lo noté tan bueno.
El rubor se hace más profundo.
—Te has tocado —la muchacha asiente, algo avergonzada—. Vuelve a hacerlo. Y, esta vez, no pares.

M.E. 3: Al Ritmo de las Mareas I



Es de sobra conocido por los simples mortales, que los dioses son veleidosos en gustos y ánimos. No es inmune a este estigma el primogénito de los hijos de Cronos, el Olímpico sucesor de los Viejos del Mar. Aunque regente benévolo con los que honran su culto y oyente compasivo de los ruegos por las almas de los muertos, el terrible dios gobierna las aguas a golpe de tridente y su temperamento se inflama al ritmo de las mareas. No tardan en apelarle «El que quiebra la tierra» y «Señor de las tormentas». Tiemblan entonces humanos e inmortales y no son muchos los que se atreven a enfrentarle en esas horas sombrías.
El profeta Nereo hace uso de su don y envía a sus cincuenta hijas a distraer el adusto semblante del supremo en toda la extensión del mar salado. Las bellas ninfas inundan el palacio submarino y se mueven al ritmo impuesto por el tronar del choque de corrientes. No tardan los lisos cuerpos femeninos en llamar la atención del gobernante y su rugido, como mil cascos de caballo golpeando en un galope furioso, poco a poco se desvanece en las oscuras profundidades.
Y es que Posidón, además de divino es varón, y no está a salvo de los placeres que Afrodita promete con el deseo. Y las nereidas, además de inmortales son mujeres, guardianas de los secretos de la diosa del amor.
Las Nereidas, Gaston Bussiere
Incluso en la torpeza del comienzo, su baile es objeto de alabanza. Más calmadas, tras la pausa de los truenos, las ninfas se mueven con la gracia de sirenas. Ondulan sus caderas y sacuden sus miembros, aquellas que no han elegido la cola del pez. Éstas giran en piruetas imposibles, se toman de las manos y forman círculos entorno a sus hermanas. Aquellas se impulsan con piernas firmes, deslizándose bajo el agua con brazadas sinuosas. O caminando sobre el mármol con las puntas de sus pies.
No hay pudor en lo más hondo del océano y la que cubre su cuerpo lo hace con afán de provocar. Las sedas recogidas de naufragios se adhieren a las curvas temblorosas, sin ocultar de la vista lo que, en un instante, todos ambicionan. Los ojos que pueblan las aguas, se abaten sobre la danza desenfrenada. El señor de las mareas permite a sus sentidos evadirse del regio oficio, pero sólo una atrae la atención de sus pupilas.
Nereo, que ha vaticinado éste fin, se aparta, impotente y resignado a la suerte de su hija. Mientras el dios se deleita con la fría piel de alabastro de la elegida.
Ajena a la expectación que sus movimientos despiertan, Anfítrite danza a un son que ella sola parece conocer. Apartada de la algarabía que provocan sus hermanas, da vueltas alrededor de las columnas del Ege[1]. Ninguna gasa cubre su cuerpo, pero ciñe sus caderas con un cinturón de flores marinas. Es su cabello platinado el que forma un velo esquivo. Ora oculta su torso desnudo, ora deja entrever la erección de sus pezones coralinos. Gira sobre sí misma y las guedejas envuelven su dermis; el roce continuado, le hace desear las caricias de un amante.
No imagina quién ansía ese puesto con una necesidad desgarradora. Ni siquiera se supone merecedora de atenciones semejantes. Un escalofrío en su columna le advierte que es objeto de ardientes miradas. Pero ya es tarde. Posidón ha descubierto la hendedura que mostraba entre patadas, ha vislumbrado la tersura oculta bajo los tentáculos de las anémonas. Y se cierne sobre la nereida con intenciones nada honrosas.
La carne enfebrecida se yergue en busca de cobijo y es su parte más húmeda y rosada en la que quiere hundirse hasta la culminación. Las poderosas manos se cierran en los lozanos senos y Anfítrite no evita el gemido que brota de su pecho. Alza las caderas, rozando con las nalgas el vientre del dios. La primera semilla de Posidón se diluye en el agua que los rodea. Busca ansioso la entrada al cuerpo de la joven y el glande entumecido se cuela entre los estrechos pliegues de la doncella.
Anfítrite despierta entonces del letargo que sus manos le provocan y se escurre de sus brazos en una huída frenética.
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1- Palacio submarino de Posidón cerca de Egeien Eubea