V. El Horizonte (III)


Aquella noche, el pudor hizo que todos los dioses apartásemos la mirada. Pero nuestros rostros brillaban de alegría y las sonrisas asomaban a nuestros labios. El Cielo y la Tierra al fin se habían unido en nuestros protegidos humanos. Por fin el equilibrio volvería a reinar en nuestros mundos. Llevaría su tiempo. No sería cuestión de décadas, ni de siglos. Tal vez de eones.


Las deidades se retiraban a descansar, en sus templos. Yo me quedé sentada en el lado oculto de la picuda luna creciente, deleitándome con la tibia noche, jugando con el manto de estrellas luminosas. Siempre mirando hacia arriba, nunca hacia los dominios que no eran míos.

Pero unos pasos en la tierra me hicieron volverme. Daron, el del puño de acero, aquel al que me enfrentaban años de lucha silenciosa, caminaba por los túmulos observando que su reino descansara en paz. Era una imagen inquietante, la de un guerrero contento por la paz, velando por el sueño de sus protegidos como un padre que cuida de sus hijos.

Me asomé aún más, sorprendida por verle al fin sin armadura, con el cuerpo de un guerrero, intimidante y a la vez… Se detuvo un instante y alzó la vista hacia la luna, hacia mí, con una sonrisa perversa y arrebatadora. Yo no había hecho ningún ruido, ¿qué me había delatado? Quizá el brillo cegador de la luna, a la que mis sentimientos habían dotado de un halo sobrenatural.

—No me espíes, Eala, y da la cara —su voz dura resonó en mi cabeza—. Sé que estás ahí.

Me levanté, todavía en la parte oculta del astro, pero visible para los ojos de un dios.

—¿No bajarás a agradecerme que haya salvado a tu sierva? —preguntó burlón

—No pondría un pie voluntariamente en tu Tierra, Daron —respondí directamente en su mente.

El se rió, con carcajadas silenciosas para no perturbar los sueños de su gente. Pero yo pude ver cómo su amplio pecho saltaba por el esfuerzo. Se encogió de hombros y sacudió la cabeza en mi dirección.

—Las castas han terminado su guerra —empezó con una suavidad impropia de él—. Los humanos han utilizado el don del Cielo para razonar y perdonar antiguas rencillas. Y sin embargo una diosa de la sabiduría es incapaz de dejar a un lado su arrogancia, a pesar de que un dios de la Tierra está dispuesto a hacer caso omiso del pasado. ¿En qué lugar te deja eso? —preguntó con dureza.

Lo peor de todo era que tenía razón. Agaché la cabeza al fin, dándome por vencida, sabiendo que cualquier enfrentamiento entre ambos perjudicaría al mundo entero.

—Está bien —me rendí—. Tú ganas. Me reuniré contigo. Sólo dime dónde.

Oí su mente enfrentada por la necesidad de la humillación al vencido. Podría hacerme bajar a ese mismo lugar donde él estaba de pie, sabiendo que tendría que obedecerle y que nada me dolería más. Pero triunfó el silencio y la calma, y volvió a alzar los ojos hacia mí, con un brillo de ternura que yo nunca había visto en ellos.

—Hay un sitio, lejos de aquí, dónde la Tierra y el Cielo se unen, pero no hay Tierra ni hay Cielo.

¿Sería cierto? ¿Existiría ese lugar donde uno no ostentara mayor poder que el otro, sino que pudiéramos tratarnos por fin como iguales?

—¿Y qué sitio es ese? —pregunté con curiosidad.

—El Horizonte, Eala. Los humanos llaman a ese lugar el Horizonte.

Hacia allí dirigimos nuestros pasos. Era el momento de enmendar los errores del pasado. Y poder así construir un futuro mejor.


— FIN —

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