I. Cielo y Tierra (III)



La madre chillaba, agarrando con fuerza en su pecho a un pequeño bulto que se agitaba y berreaba casi sin fuerza, quizá contagiado por el pánico de la mujer. La gente se arremolinaba alrededor de la cabaña, observando la escena con curiosidad y no con menos aprensión. El bebé había nacido con una marca.


Nunca me habían permitido observar la Cuestación, ese momento en el que los niños marcados al nacer eran separados de sus familias para dirigirlos a sus casas consagradas, en función del dios o la diosa que le hubiera requerido. Esa ocasión no era diferente.

Yo debería estar estudiando con Luanna, pero escaparme de la Casa de Eala era uno de mis pasatiempos preferidos. Los gritos me habían llevado al último anillo de Krymaria, el anillo exterior, donde habitaban los hombres y mujeres que se encargaban de la labor. Una vez había oído que los niños marcados no solían nacer en ese anillo, los guerreros y las sacerdotisas eran los que más vástagos señalados traían al mundo, por lo que supuse que debía ser un honor para ellos otorgar a sus hijos a la Cuestación. Pero la mujer no parecía feliz de apartarse de su pequeño retoño.

—¡Danos a esa niña, mujer! —ordenó Melite con aspereza, a la vez que hacía un gesto a dos guerreros para que la sujetaran.

La mujer intentó huir, pero otros dos guardias la cercaron desde atrás, provocando aún más el llanto histérico de la mujer. Melite observaba con los ojos fríos como el hielo, sin que su rostro mostrara más expresión que una mueca de disgusto, cómo los soldados arrancaban al bebé de los brazos de su madre. Nunca me había gustado la más anciana de las sacerdotisas del consejo. Su edad no la había hecho amable, todo lo contrario. Se dedicaba a su trabajo con eficiencia y tenacidad, encontrando soluciones válidas a cada problema que se presentaba en el Consejo, pero su falta de compasión era uno de sus rasgos más característicos. Más de un juglar había compuesto cancioncillas en su honor y la mayor parte de ellos habían acabado cumpliendo condena en la picota.

Esa mujer me hacía estremecer, al igual que los gritos de la madre abandonada en el patio frente a la casa. Miré alrededor, buscando a alguien conocido al que poder unirme. La empatía que empezaba a sentir por la campesina era demasiado profunda como para pasar el trance yo sola. Encontré a Darien encaramado a un poste para atar caballos y cómo si le hubiera llamado a voces se volvió en mi dirección.

No esperaba consuelo de su parte. Tres años habían pasado ya desde el incidente en la plaza de armas y las únicas ocasiones en las que reparaba en mi presencia era para insultarme o reprenderme, en función de su estado de ánimo. Aquel día clavó su mirada en mí, probablemente decidiendo cuál de las dos cosas haría primero.

Ante un nuevo grito de la madre me encogí y los ojos se me llenaron de lágrimas y sorprendentemente mi Tabarie, por lo general distante, adelantó una mano, llamándome para que me uniera a él.

Corrí y le abracé por la cintura, y juntos observamos cómo Melite tomaba al niño por un pie y lo sujetaba cabeza abajo frente a su rostro. Mis dedos le apretaron con fuerza. Un resbalón y ese niño jamás pertenecería a casta alguna. La madre debió pensar lo mismo porque se abalanzó contra la sacerdotisa, quedando frenado su avance por los guerreros disgustados. La ropita del bebé se escurrió, taponando los berridos que salían de su pechito, y mostró unas piernitas regordetas y un sexo visiblemente femenino. Yo no recodaba haber sido nunca tan pequeña.

Melite miró la marca de su espalda con el ceño fruncido, las arrugas de fastidio se marcaban en su frente creando un juego de sombras que la hacía parecer aún más malvada. Agarró a la pequeña por la nuca y la volteó para sentarla sobre una mano. La elevó por encima de su cabeza y gritó al público:

—La diosa Nennia ha elegido a su seguidora.

Un murmullo corrió por los presentes y la madre se dejó caer al suelo, derrotada. El padre de la pequeña se acercó a Melite y ésta le cambió a su hija por una bolsa llena de monedas.

—Vámonos de aquí —oí que decía Darien con acritud.

Asentí y me dejé llevar por su mano hasta el hayedo que flanqueaba la fortaleza por su lado oeste. Allí nos sentamos en el tocón de un árbol, rodeados de serbales, abedules y helechos que contribuían a calmar mi espíritu revuelto.

—Melite es una dacha —escupió en tono despectivo, utilizando esa palabra que tanto les gustaba a los guerreros, probablemente la única que conocían de la lengua antigua, que significaba «maldita bruja»—. Todas las sacerdotisas lo sois.

—Si la niña estaba marcada era su deber llevársela —respondí con más seguridad de la que realmente sentía, molesta por el tono insultante.

El se limitó a resoplar y a lanzarme una mirada furiosa. El silencio volvió a caer sobre nosotros, roto tan sólo por los trinos de los reyezuelos y el batir de alas de las currucas. Yo observaba su rostro, congestionado por la rabia y quizá algo más profundo.

—¿Quién era tu madre, Darien? —pregunté con mi vocecita de niña dulce y curiosa a la vez.

El apretó los dientes y por un momento pensé que no me respondería. Pero él suspiró, cerrando los ojos con fuerza antes de contestarme.

—Una sacerdotisa de Lambia. Mi padre me lo contó antes de morir.

La diosa de la Regeneración. Si había algo peor que nacer con la marca del fuego de Nennia, la diosa de la muerte, era que una semilla tatuara la base de la columna. No hice ningún ruido. Ni un suspiro delator se escapó de mis labios. Y él continuó, asintiendo con agradecimiento.

—La busqué tras la incursión, preocupado por la suerte que hubiera podido correr.

«Y por un innato deseo de paliar tu propia soledad», pensé para mis adentros.

—Un día la vi pasar en un cortejo —luchaba por mantener su voz firme y serena, pero no llegaba a conseguirlo—. Ni siquiera me miró. Sabía que estaba allí. La llame a gritos, siguiéndola durante varios metros. No me miró. Su rostro no mostró arrepentimiento o dolor por haberme abandonado. A esa niña algún día le contarán que su madre peleó por tenerla entre sus brazos y podrá vivir con ese consuelo. Yo nunca oí nada parecido de la mía.

No le ofrecí mi compasión, aunque se filtrara por cada poro de mi piel. Reprimí las lágrimas de pena y las ganas de abrazarle. No eran mis brazos los que él deseaba y no le humillaría de nuevo intentando protegerle.

Tampoco le conté mis pensamientos más profundos. Yo ni siquiera sabía quién era mi padre. A las sacerdotisas se las apartaba de sus progenitores nada más nacer, como había sucedido con la pequeña. La diosa se convertía en madre y padre, ley y fuente de inspiración. Las relaciones humanas sólo les estaban permitidas a las consagradas a Lambia, que se entregaban a los guerreros para proveer de niños a Krymaria. El resto de las sacerdotisas permanecían intactas hasta el día de su muerte, en la que Nennia las saneaba con su negro manto y abonaba con sus cenizas la Tierra. De esta forma, en Krymaria seguían floreciendo los frutos de la vida. De cualquier otra, la plaga y la guerra caerían sobre nosotros sin piedad.

A mis once años, me daban lo mismo los frutos y las plagas. Mi fe no era tan grande como para no desear conocer el paradero de mi padre, saber si había muerto en la guerra o si me parecía más a él de lo que me había parecido a mi madre. Pero esta también se consagró a Lambia así que mi padre podría ser cualquiera.

—Garrick MacAllister —dijo Darien de pronto, rompiendo mi meditación.

Alcé la mirada interrogante y la clavé en sus ojos grises.

—Tu padre —cabeceó en mi dirección— es Garrick MacAllister.

¿Acaso me había leído la mente? Había oído decir que algunas sacerdotisas desarrollaban con la edad tal capacidad, pero jamás se supo que los guerreros pudieran hacerlo. El sonrió complacido al ver mi rostro turbado por la sorpresa.

—Tu cara es como un libro abierto —explicó con su hermosa sonrisa, la primera que me dedicaba en años—. Quizá eso te salve de ser una dacha como las demás.

Si él hubiera sabido…

—¿Quién es? —pregunté casi sin voz.

—¿Recuerdas aquel día en la plaza de armas? ¿Cuándo me humillaste frente a los guerreros?

Yo agaché la cabeza con una mueca de culpabilidad. Tragué de forma sonora y escondí mis ojos de los suyos. ¿Es que nunca se olvidaría? Asentí, rememorando de nuevo las carcajadas de los hombres y la mirada de odio que me había lanzado Darien.

—Bueno, pues MacAllister fue el que humilló a ti.

Su sonrisa era radiante en la venganza, que no resultó demasiado amarga ya que empezaba a unirnos después de tanto tiempo.

No tuve tiempo de increparle ni de pensar en la información tan valiosa que me había otorgado porque el ruido de unos pasos nos alertó a los dos y nos escondimos tras un matojo de helechos. Melite caminaba con prisa, rompiendo pequeñas ramas caídas y desgarrándose la túnica con las zarzas que flanqueaban el camino. Frenó sus pasos frente a un haya gigantesca que casi tenía tantas arrugas como la mujer en su apergaminado rostro y apoyó la frente en su tronco. Se abrazó a él, apretándose con fuerza, dejando marcadas las muescas de su corteza en la piel. Sus hombros se sacudieron con fuerza y una lágrima silenciosa descendió por su mejilla.

Miré a Darien, que contemplaba a la mujer con una mueca de fastidio. Esa escena demostraba que las sacerdotisas no eran las brujas que él pensaba y esta vez fue mi sonrisa de superioridad la que brilló en nuestro escondite. Y, pese a nuestras diferencias, sus ojos grises no tardaron en devolvérmela.

1 comentario:

J.P. Alexander dijo...

Genial capitulo y tienes premio en mi blog

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