Gracias!!

Quiero dar las gracias a todos los que me habéis felicitado por mi cumple. Me ha hecho mucha ilusión poder compartirlo con vosotros. Sin duda ha sido uno de mis mejores cumples.
También quiero dar las gracias por todos los regalos que me han hecho, la gente de mi alrededor, que se han portado genial. Y vosotros.
Citu desde su blog Enamorada de las letras, me dio esta estupenda sorpresa:



Gracias por ser tan buena conmigo. Muchos besotes.

También quiero agradecerle una cosita a mi amiga Lhyn. No sólo es amiga bloggera, messengera, forera y escritora. Es amiga de verdad, aunque esté lejos. Y tuvo el detallazo de pedirle a su amigo Drake, un ilustrador de primera (cuando me haga con su myspace ya lo pondré, si me deja), un dibujo para mí. Ha sido una sorpresa preciosa y quiero mandarles a los dos un montón de besos y abrazos.


Gracias a todos, de verdad, por hacerme pasar un día maravilloso.

Cumpleaños Feeeliiiiizz...


Un año más vieja... y ¿por qué no? también mucho más sabia. Así es como me siento.
Por eso, he decidido que hoy, 28 de Junio de 2010, no voy a celebrar mi 26 cumpleaños que ha empezado maravillosamente con una exhibición de fuegos artificiales. No, porque no sé cómo va ir este año. No sé si va a ir de celebraciones o de malas jugadas. La duda me corroe, pero como soy una año más sabia, la lección sobre la paciencia y la templanza la tengo mejor aprendida.
Por eso es que no celebro el nuevo año. Pero sí quiero celebrar el año que se ha ido. O más bien quiero hacer una gran fiesta porque el maldito ya se ha esfumado.
Ha sido horrible. Creo que de los peores de mi corta vida (que sí, que todavía puedo decir que ha sido corta). Así que por fin quiero dejar atrás todas esas cargas que me han estado pesando a modo de mochila durante demasiado tiempo (sí, señoras/es, cualquier carga involuntaria dura demasiado, aunque solo sea un segundo). Ahí vamos:
- Quiero liberarme de la culpa. Y es la primera porque es la que más pesa. Culpabilidad por todo, absolutamente todo, aunque no tenga yo nada que ver, pero parece que le he cogido el gusto y me voy culpando por cualquier cosa. Querida compañera "la culpa", me despido de ti con un gran beso, y un hasta nunca.
- Quiero liberarme de la impaciencia. La segunda porque también echa el ancla cuando menos me lo espero. Aunque no lo parezca, todo llega. Siempre. Por lo general, tarde, pero llega. Así que, amiga mía, ahí te quedas y no vuelvas.
- Quiero liberarme de la tristeza. Una vez, en las cartas del tarot de Osho, casi al principio de este último año que se aleja, me salió la carta de la Pena. En ella decía más o menos, que el dolor no es para hacernos sufrir, sino para hacernos conscientes, para mantenernos alerta; y que cuando somos conscientes, la desdicha desaparece. Tristeza, tú que pareces acompañarme como la garrapata al perro, deja que te diga que me he puesto un collar antiparásitos y no quiero volver a saber de ti... al menos inconscientemente.
Y se me ocurren más cosas de las que deshacerme, pero como sólo soy un año más sabia (que tampoco es tanto XDD), no sé cómo despedirme de ellas. Supongo que las dejaré para el cumple del año que viene.
Lo que sí quiero hacer es dar un gran beso y abrazo a todas las personas que me han ayudado y acompañado durante estos 12 meses espantosos. No sé cómo han podido quedarse a mi lado con lo insoportable que he estado. Con eso es con lo único que quiero quedarme.
Por lo demás.... espero pasar un FELIZ CUMPLEAÑOS!!!

Cuando...


"Cuando un número importante de personas cambia su modo de pensar y de comportarse,
la cultura lo hace también, y una nueva era comienza"

Jean Shinoda Bolen

V. El Horizonte (III)


Aquella noche, el pudor hizo que todos los dioses apartásemos la mirada. Pero nuestros rostros brillaban de alegría y las sonrisas asomaban a nuestros labios. El Cielo y la Tierra al fin se habían unido en nuestros protegidos humanos. Por fin el equilibrio volvería a reinar en nuestros mundos. Llevaría su tiempo. No sería cuestión de décadas, ni de siglos. Tal vez de eones.


Las deidades se retiraban a descansar, en sus templos. Yo me quedé sentada en el lado oculto de la picuda luna creciente, deleitándome con la tibia noche, jugando con el manto de estrellas luminosas. Siempre mirando hacia arriba, nunca hacia los dominios que no eran míos.

Pero unos pasos en la tierra me hicieron volverme. Daron, el del puño de acero, aquel al que me enfrentaban años de lucha silenciosa, caminaba por los túmulos observando que su reino descansara en paz. Era una imagen inquietante, la de un guerrero contento por la paz, velando por el sueño de sus protegidos como un padre que cuida de sus hijos.

Me asomé aún más, sorprendida por verle al fin sin armadura, con el cuerpo de un guerrero, intimidante y a la vez… Se detuvo un instante y alzó la vista hacia la luna, hacia mí, con una sonrisa perversa y arrebatadora. Yo no había hecho ningún ruido, ¿qué me había delatado? Quizá el brillo cegador de la luna, a la que mis sentimientos habían dotado de un halo sobrenatural.

—No me espíes, Eala, y da la cara —su voz dura resonó en mi cabeza—. Sé que estás ahí.

Me levanté, todavía en la parte oculta del astro, pero visible para los ojos de un dios.

—¿No bajarás a agradecerme que haya salvado a tu sierva? —preguntó burlón

—No pondría un pie voluntariamente en tu Tierra, Daron —respondí directamente en su mente.

El se rió, con carcajadas silenciosas para no perturbar los sueños de su gente. Pero yo pude ver cómo su amplio pecho saltaba por el esfuerzo. Se encogió de hombros y sacudió la cabeza en mi dirección.

—Las castas han terminado su guerra —empezó con una suavidad impropia de él—. Los humanos han utilizado el don del Cielo para razonar y perdonar antiguas rencillas. Y sin embargo una diosa de la sabiduría es incapaz de dejar a un lado su arrogancia, a pesar de que un dios de la Tierra está dispuesto a hacer caso omiso del pasado. ¿En qué lugar te deja eso? —preguntó con dureza.

Lo peor de todo era que tenía razón. Agaché la cabeza al fin, dándome por vencida, sabiendo que cualquier enfrentamiento entre ambos perjudicaría al mundo entero.

—Está bien —me rendí—. Tú ganas. Me reuniré contigo. Sólo dime dónde.

Oí su mente enfrentada por la necesidad de la humillación al vencido. Podría hacerme bajar a ese mismo lugar donde él estaba de pie, sabiendo que tendría que obedecerle y que nada me dolería más. Pero triunfó el silencio y la calma, y volvió a alzar los ojos hacia mí, con un brillo de ternura que yo nunca había visto en ellos.

—Hay un sitio, lejos de aquí, dónde la Tierra y el Cielo se unen, pero no hay Tierra ni hay Cielo.

¿Sería cierto? ¿Existiría ese lugar donde uno no ostentara mayor poder que el otro, sino que pudiéramos tratarnos por fin como iguales?

—¿Y qué sitio es ese? —pregunté con curiosidad.

—El Horizonte, Eala. Los humanos llaman a ese lugar el Horizonte.

Hacia allí dirigimos nuestros pasos. Era el momento de enmendar los errores del pasado. Y poder así construir un futuro mejor.


— FIN —

V. El Horizonte (II)


La choza estaba apartada del poblado, junto al lecho de un arroyuelo tempestuoso que se embravecía aún más al pasar sobre las piedras de las orillas. Servía para darle un toque bucólico al paisaje que se observaba desde la ventana, pero también para recordarme a la sacerdotisa de carácter indomable que viviría conmigo a partir de ese día como una esclava.


Era consciente de la furia de Ilya. ¿Justificada o no? Cuestión de opiniones. Se mostraba dócil, sentada en el banco de madera, observando las llamas que bailaban en el hogar. Pero yo no me dejaba engañar. La conocía demasiado bien y había podido ver la mirada de odio en su hermoso rostro. Me habría gustado provocarla para que liberase su ira. Sin embargo, callé. Seis años de silencio pesaban en nuestro ánimo. Y no encontraba forma de romperlo.

Tomé un leño de encina y lo arrojé al hogar con descuido. Las llamas chisporrotearon y la mujer se asustó al salir de su ensimismamiento. Mis ojos se fijaron en su mano, apoyada su pecho como intentando calmar el frenético latido de su corazón.

—Lo siento —me disculpé torpemente.

—Seguro que sí —susurró ella sarcástica.

Fruncí el ceño y apreté los dientes con fuerza. ¿Sería posible que no hubiese cambiado absolutamente nada? Ni siquiera a ella la creía capaz de tanto. Mi temperamento se inflamó y quise vengarme de ella como no había sido capaz de hacerlo en los túmulos.

—Por cierto, no hace falta que me des las gracias por salvarte la vida – expuse con acritud.

Ella se volvió hacia mí con la respiración agitada.

—Creo que recordar que eso fue después de que yo salvara la tuya —replicó Ilya conteniendo su ira—. Y viniste a mí para matarme, en primer lugar. ¡No te debo nada!

Arrojé con fuerza la camisa que acababa de quitarme y no pude contenerme más tiempo. La agarré para levantarla con rudeza, sacudiéndola a placer, enviando mechones rojizos a su rostro congestionado.

—¿Nada? ¿No me debes nada? ¿Seis años de exilio te parecen poco?

Probablemente dejaría marcas en su blanca piel de tan fuerte la apretaba, pero no me importaba. Quería hacerle daño. Que sufriera lo que yo había sufrido cada vez que pensaba en ella y en Krymaria todos los años que pasé alejado de ambas.

—Tu mentira me condenó a la peor de las deshonras —la sacudí por última vez y la empujé hacia la pared de madera sin importarme que se golpeara—. Créeme, no hay castigo que pueda saciar mi sed de venganza.

No pensé que ella llegara a amilanarse ante mi estallido.

—Así que extrañabas tu hogar, ¿eh? —se burló—. Oí a la mujer aquella noche, Darien. Pensabas traicionarnos.

—Oíste las esperanzas de una prostituta, nunca una promesa de mi boca.

—¡Oh, desde luego! Bien ocupada la tenías.

Ella misma se dio cuenta de su error nada mas pronunciar las palabras. Cerró los labios con fuerza, hasta convertirlos en una delgada línea. Pero sus ojos seguían condenándome. Nos miramos hasta que el silencio empezó a hacerse insoportable.

—No podía apartarte de mi mente, Ilya —reconocí al fin con un susurro, sintiéndome como un idiota mientras abría mi corazón a la mujer que me había traicionado—. Ni siquiera cuando la tenía entre mis brazos.

Un sollozo se escapó de sus labios y tuve que echar mano de toda mi fuerza de voluntad para no correr a abrazarla.

—¿Y por qué no viniste a mí aquella noche?

Una lágrima se deslizó silenciosa por su mejilla. Alcé una mano para secarla, pero pronto empezaron a caer más.

—¿A un día de tu consagración a la diosa? —resoplé sin ira—. ¿Después que me dijiste que otros te habían besado mejor?

—Sólo había probado tus labios.

—¿Y por qué me mentiste?

Se volvió con un gemido, escondiendo el rostro empapado entre sus manos. Su voz se escapó ahogada.

—¿A un día de mi consagración, cómo decirte que te amaba?

La confesión me golpeó con fuerza en el pecho, anudando mi corazón con sus palabras, deseando no creer, pero creyendo.

Seis años…

Tanto tiempo perdido por miedo y orgullo. Dos almas rotas por testarudez y una guerra que no nos concernía. Guerreros y Sacerdotisas. Sacerdotisas y Guerreros. Castas enfrentadas. ¿A cuántos más les había ocurrido lo mismo?

Sus hombros se sacudían por la fuerza de los sollozos y esta vez sí me acerqué. La rodeé con mis brazos con ternura, como tantas veces había deseado hacer. Como tantas veces ella quiso que lo hiciera. Apoyé la mejilla en su pelo rojo, cerrando los ojos, abrazándola con fuerza. Envolviéndola con mi cuerpo, jurando amarla y protegerla con mi piel. Jurando en mi cabeza, todo lo que aún no me atrevía a pronunciar en voz alta.

Ilya se volvió para apretarse contra mí. Alzó sus labios hacia los míos. Y nuestras mudas promesas se sellaron con un beso.

V. El Horizonte (I)


La batalla por fin había terminado. La vida de Darien estaba a salvo y, sorprendentemente, la mía también. Los Perros habían sido eliminados o bien los habían obligado a huir. Por un momento pensé que Darien haría lo mismo, pero se limitó a cogerme suavemente de la mano y esperar su destino.


El rey no tardó en aparecer, vestido con su armadura completa y un yelmo capaz de aterrorizar a los salvajes más desalmados. Se dirigía a mi guardián con pasos largos y yo no sabía qué expresión mostraba su rostro oculto. Rogaba al cielo que se sintiera compasivo después de la victoria. Darien debía morir por haber vuelto al poblado; así lo habían decretado las leyes sacerdotales que lo habían expulsado. Ahora, un guerrero gobernaba en Krymaria, y yo esperaba que fuera misericordioso con un hermano de su casta. Con un amigo.

—¿Dónde está?

Su pregunta fue un rugido y no pude evitar encogerme de miedo. Los rasgos de mi guerrero apenas se alteraron. Esta vez no le dejaría solo, ni volvería a traicionarle. Di un paso al frente, intentando protegerle con mi cuerpo menudo. Pero él no me permitió ese gesto, y suavemente, me obligó a colocarme junto a él, quizá un paso más atrás.

—Maldito lobo sarnoso —gruñó el rey a tan solo unos pasos—. ¿Cómo se te ocurrió venir con esa horda de Perros?

Mis entrañas se retorcieron ante ese tono iracundo. Volví a dar un paso al frente, pero Darien frenó mi avance con un brazo y contestó sin amilanarse:

—Ellos abrieron las puertas y no pude evitar entrar, señor —una sonrisa bailó en las comisuras de sus labios—. Después de todo, hubo un tiempo en que este fue mi hogar.

Multitud de guerreros nos rodeaban a esas alturas; algunos asombrados, otros con la típica expresión del combatiente, dura y amenazadora, que no ayudaba a mitigar mi temor.

El rey se quitó el yelmo infernal con rudeza, sorprendiendo a todos con una sonrisa de júbilo. Sobre todo al exiliado, que no se esperaba esa sorpresa.

—Bienvenido a casa, Darien.

Y le envolvió en un abrazo de oso que fue coreado por todos los presentes. Malakai Calpin, el mejor amigo de Darien, nuevo rey de Krymaria. Mi antiguo Tabarie no había esperado un recibimiento como aquel.

Lágrimas de alivio inundaron mis ojos, pero no las liberé. No lo haría mientras todas las miradas convergieran en nosotros. Pero sí sonreí y me volví para alejarme a la seguridad de mi habitación, dónde podría rendirme a la fuerza de mis emociones.

—Un momento, jovencita.

Una ruda mano en mi hombro me obligó a volverme. Era Malakai, que no ocultaba su reprobación hacia mi persona. Nunca había conseguido liberarse de su odio hacia las sacerdotisas. Y la poca simpatía que me tenía había desaparecido del todo al ver a su amigo alejarse de Krymaria tanto tiempo atrás.

—Sé que Darien es inocente de la traición de la que le acusaron hace seis años —sus ojos me atravesaron más profundo que si me hubiera clavado una espada—. También sé que fuiste tú quién le acusó.

Gritos de furia inundaron el claro, y algunos insultos dirigidos a mi persona se elevaron altos, hacia el cielo. Yo me estremecí cuando unas manos fuertes como el acero apresaron mis brazos obligándome a arrodillarme frente al rey. No pude ni siquiera levantar la mirada hacia mi antiguo guardián, mucho menos enfrentar la ira de los demás guerreros.

—Debería expulsarte de Krymaria como hicieron con Darien mis predecesores —continuó Malakai—, pero me resulta un castigo demasiado blando para una perra mentirosa como tú. No mereces seguir con vida.

Oí cómo desenvainaba a Roona, la Espada de Sangre, el arma más letal que un rey jamás hubiera portado. Por segunda vez ese día, el filo del acero acarició la piel de mi garganta, sólo que esta vez se clavó con más fuerza y sentí resbalar la sangre entre mis pechos. Alcé la mirada para clavar mis pupilas en el rostro de Darien. Él sujetaba con fuerza el brazo del rey.

—No, mi señor. Ese sigue siendo un final piadoso.

«No más del que pensabas darme tú» pensé con ira. ¿Para esto me había salvado de los Perros? ¿Para insultarme frente a toda su gente?

Me miró, con esos ojos que siempre me habían hecho arder, sólo que esta vez, el fuego que recorría mis venas, era avivado por la furia.

—Dejádmela a mí —su sonrisa se hizo cruel. Apenas presté atención a que la crueldad no era lo que iluminaba sus pupilas cuando continuó—: Permitidme que yo mismo la haga pagar su traición.

Las carcajadas del rey ensordecieron mis oídos, de la misma forma que la ira.

—Así sea, Darien. ¿Quién mejor que tú para castigarla? —volvió a reír—. Su habitación en la fortaleza ahora es tuya.

—Preferiría una cabaña apartada, dónde las sacerdotisas no puedan oír sus gritos.

Nuevas risas brotaron de los pechos de los presentes, menos de las aludidas, que miraban al rey con odio.

—La que tú desees. Y no temas, nadie de su casta sentirá deseos de ayudarla a partir de hoy.

De esa forma, se selló mi destino.

IV.Añoranzas y Recuerdos (III)


¿Por qué después de tantos años planeando mi venganza, mis brazos se negaban a bajar el arma? ¿Por qué después de haberme traicionado mi corazón sangraba por su muerte? ¿Por qué sus labios me tentaban más que a Mordha su cuello?


Preguntas sin respuesta… O con una respuesta que me negaba a escuchar.

—Amigo, estamos esperando.

Me volví hacia la voz. Media docena de Perros, con las espadas desenvainadas, esperaban ansiosos ver lo que hacía con la mujer. Imposible averiguar cuál de ellos había hablado. Pero podía suponer perfectamente lo que tramaban sus mentes tortuosas. Se reflejaba en sus rostros sádicos y lujuriosos.

La sacerdotisa había alzado la cabeza y me miraba suplicante. «Si he de morir, que sea por tu espada» me rogaban sus ojos. Llené mi pecho de aire un par de veces, antes de contestar, conteniendo la ira.

—La mujer es mía.

«¿Por qué?» me dije.

Noté cómo Ilya se levantaba y se tapaba con mi cuerpo. Ni siquiera me rozó. Todavía no estaba segura de si lo que quería era matarla o protegerla. Sinceramente, yo tampoco lo sabía.

—Si vas a matarla, podrías dejárnosla antes… No tardaríamos mucho.

La cabeza del hombre rodó colina abajo, rebotando contra las piedras que salpicaban el paisaje. Su cuerpo se desplomó lanzando por el cuello un chorro de sangre, la misma que manchaba mi espada sedienta. La empuñé con las dos manos y la dirigí al cuello del siguiente Perro.

—He dicho que es mía —miré sus ojos negros, vidriosos por el embriagador aroma de la muerte—. ¿Alguna otra objeción?

Lentamente agitaron las espadas. Ellos eran cinco y yo solamente uno. Era de esperar su reacción. Me lancé en su dirección antes de que se prepararan para mi ataque. Uno, por lo menos, no fue lo suficientemente rápido para detenerme. Hundí a Mordha en su pecho y de una patada la liberé. Giré la cabeza apenas para enfocar a Ilya, que parecía no dar crédito a lo que veía.

—¡Corre! —grité antes de decapitar al Perro que corría hacia mí.

Su rostro continuaba en mi mente mientras cortaba gargantas y dejaba miembros esparcidos a mi paso. Los atacantes del poblado, viendo mi traición, subían la colina escarpada para combatirme. Y yo los mataba. Uno a uno sin ver siquiera sus caras. Rezando a los dioses que me habían abandonado que guardaran a la mujer que había dejado en los túmulos.

El filo del acero me rozó en la pierna y me hizo caer. Rodé hasta una piedra que golpeó mi espalda, casi dejándome sin aliento. Uno de los hombres con los que había llegado al poblado se irguió frente a mí, espada en mano, sonriente. La hoja de una daga le atravesó la nuca, saliendo por su garganta. Y al desplomarse pude ver a la persona que me había salvado.

Ilya se agachó junto a mí, que no podía dejar de mirar la sangre que manchaba sus manos y su vestido. Sangre que había derramado para protegerme. Me ayudó a ponerme en pie, mientras empuñaba la espada del Perro caído. Agarré su brazo y la atraje hacia mi cuerpo, interrogándola con los ojos.

—Ya te traicioné una vez —explicó con seriedad, rozándome la mejilla con los dedos suaves—. No pienso volver a hacerlo.

Y se ubicó a mi lado, cubriendo mi flanco débil, empuñando el acero por primera vez en su vida. Dispuesta a cumplir su palabra.

IV. Añoranzas y Recuerdos (II)


El cuarto año como renegado no me fue mucho mejor que los anteriores. Me encontraba en un estado de ansiedad continua que no me dejaba ni comer ni dormir. No sólo había perdido peso, sino también fuerza y entendimiento. Las voces de los Perros a mi alrededor se volvían vagas y remotas; tampoco es que tuviera la mayor importancia. No había llegado a aprender su significado, nadie se había molestado en enseñármelo. Por suerte, el lenguaje de la espada era universal y yo era diestro haciendo correr la sangre.


En mi primer enfrentamiento, quizá diez segundos después de llegar al campamento de renegados, había establecido la pauta que gobernaría mis días a partir de aquel momento. No buscaba amigos. No quería ayuda. Tan sólo un lugar en el que refugiarme en caso de batalla. Yo correspondería a esta especie de hospitalidad luchando junto a los demás hombres si llegaba una partida contra el campamento. Pero hasta que ese momento llegara, nadie se acercaría a mí bajo ningún concepto, de esa forma no habría una muerte más ligada a mi persona. Dos ya me pesaban en la conciencia y eso que todavía mi espada no se había manchado con la sangre de la segunda.

Los días se sucedían con monótona similitud. Sobrevivir. Esa era la única obligación a la que estaba atado. Pero la supervivencia en un mundo tan hostil era difícil para alguien no acostumbrado a ella. Dormir en el suelo sobre una pila de harapos mal dispuestos era incómodo, pero no imposible de superar. Salir de caza a diario para poder llevarme algo a la boca llegó a resultarme una distracción interesante. Incluso acostumbrarme a estar siempre alerta, aprendiendo a hacer caso a mi instinto oxidado de presa-depredador, fue algo soportable.

El miedo era horrible. Aunque no fuera el mío.

Hacía muchos siglos que nadie había sido exiliado de la fortaleza, pero su recuerdo todavía perduraba en la memoria de la gente que sin embargo no guardaba tradiciones ni leyes. Darme cuenta de que esas personas me temían, gente acostumbrada a los pillajes, los saqueos y las violaciones, acostumbrada a matar por un pedazo de pan, por una simple mirada que no había sido de su agrado, me resultó de lo más perturbador. La cautela en sus movimientos, el pánico en sus ojos, me hacían sentir el ser más depravado sobre la faz de la Tierra.

Y no era lo peor.

Los recuerdos de Ilya me acosaban a cada momento y el odio que se clavaba en mis entrañas como una daga al rojo no era lo suficientemente fuerte. Debería detestarla. Quería aborrecerla. Pero en mi interior siempre comparaba a las pocas mujeres que se atrevían a exponerse a mi mirada con la zorra de ojos verdes que había arruinado mi vida. Sus cabellos siempre eran más rojos, su piel más suave y su voz más clara. Aunque bellezas conquistadas de los rincones más remotos de la Tierra consintieran en yacer junto a mí, era el nombre de mi Tabaria el que me golpeaba en el pecho con cada jadeo de vacua satisfacción. ¿Por qué, por todos los diablos, seguía pensando en ella como mi Tabaria y no como mi peor enemiga?

Y según pasaban los años era peor. Su rostro empezaba a perderse en la niebla de un recuerdo borroso. Al igual que mi sed de venganza. No soportaba la idea de cerrar los ojos para despertar al mundo sin un objetivo claro. Mi única meta era cerrar el ciclo de penurias, acabando con la persona que me había desterrado al infierno. Eso era lo que me mantenía vivo. Eso era lo que me hacía sobrevivir. ¿Qué sucedería si la meta por la que respiraba cada día perdía fuerza? ¿Me dejaría llevar por el tedio y la violencia, y moriría rodeado de enemigos que ni siquiera se molestarían en luchar por mis escasos bienes? No sin ver su rostro una vez más. Una única vez…

Muchos ciclos después, demasiados, mis plegarias obtuvieron respuesta. El campamento se levantaba para marchar a la batalla y Krymaria volvía a ser el objetivo. Tenía una caminata de trece días para regocijarme por adelantado con los hechos que dentro de poco enderezarían mi vida. Volvía a casa, a Ilya. Ella me estaría esperando. Curiosamente, intuir el miedo en sus ojos fue aún más horrible que verlo a diario en el campamento. Así que decidí concentrarme en imaginar su vida escurriéndose, goteando por el acero de mi espada.

IV. Añoranzas y Recuerdos (I)


La ceremonia de consagración a la diosa Eala llegaba a su fin. Yo la había seguido escondida entre las sombras de las columnas, preguntándome cuántas de las jóvenes que esperaban en el banco sagrado cumplirían con su deber de sacerdotisas en lugar de con sus deseos. Desde luego, no la Suma Sacerdotisa Moren, que continuaba con la exhortación final.


—… Una diosa contenta es una diosa benévola —gritaba en ese momento con los brazos extendidos hacia el cielo—. Y la diosa reirá dichosa cuando vea su templo refulgir como el oro, brillar como la plata…

No pude evitar una sonrisa al ver que la correctísima Mailee alzaba los ojos al cielo y fruncía el ceño ante las palabras de la sacerdotisa, que prometía una larga vida a todos los que regalaran sus bienes a la diosa. Había estado observando a las muchachas desde que entraron con sus túnicas de novicias. Casi todas habían sonreído nerviosas en sus asientos, piadosas en sus expresiones y gestos. Horas después el cansancio hacía mella. Este era el momento de descubrir quién sería buena en su cometido y quién se dedicaría a los lujos que acarreaba su cargo.

Mailee me intrigaba. Continuaba en la misma posición desde que la ceremonia empezara, sin expresión en el rostro y sin apenas hacer movimientos. Tan solo el desliz de hacía un momento y que apenas se había notado. Nimia, sin embargo, me daba lástima. Se removía incómoda en el banco, retorciéndose los dedos en posiciones imposibles. Al principio había llegado a pensar que era porque necesitaba aliviarse; pero al notar la palidez de su rostro cuando miraba la efigie de la diosa sobre el altar y la añoranza de sus ojos cuando giraba la cabeza hacia los espectadores, empecé a replantearme esa sensación.

Oona me enternecía. La forma en que observaba arrobada a Moren, asintiendo a sus frases sobre el sacrificio personal y material, sonriendo cada vez que repetía lo sagrado de su misión en la Tierra, conseguía que volviera a creer en el espíritu de la casta sacerdotal. Esperaba sinceramente que la religiosidad que brillaba en su sonrisa no se esfumara con el paso de los años como había pasado con tantas otras. Incluida la mía.

Surin y Tarja conseguían que la ira aflorase en mi interior. Sobre todo Tarja. Su peinado era del todo inapropiado para la ocasión, así como sus aderezos. Una sacerdotisa debía ser piadosa y humilde y todo en ella brillaba; desde los polvos dorados de sus ojos y las piedras preciosas en su tocado, hasta las sandalias bordadas en hilo de oro. Observaba a Surin con superioridad, como riéndose del miedo de la mujer. También ella me provocaba enfado. Una sacerdotisa debía ser humilde, pero en ningún caso cobarde. Y la muchacha se encogía en el asiento, sin levantar la mirada del suelo, apretándose las manos y escondiendo los pies bajo el banco.

Pero la que realmente conseguía conmover mi corazón era Sianne. Desde que empezó la ceremonia, sus ojos brillaban con las lágrimas contenidas y cada dos por tres sus labios temblaban hasta que la joven tenía que mordérselos para no estallar en sollozos. Sus pupilas no se apartaban de la figura de un hombre en la grada. Ambos se observaban con tristeza y un amor que no podían ocultar aunque lo intentaran. Y no lo hacían. Desafiaban a los presentes a alzar la voz contra ellos.

Nunca se oyó una sola palabra al respecto. Nadie podría condenar un lazo tan puro.

Y yo me preguntaba qué clase de religión era aquella que clamaba por el amor al prójimo y negaba a dos amantes la posibilidad de estar juntos.

La Suma Sacerdotisa calló y los pétalos rosados empezaron a caer del cielo, envolviéndonos a todos y acariciándonos con su suavidad etérea. La diosa Eala daba su beneplácito a las muchachas consagradas, como siempre. Mientras me volvía para salir del templo la maldije una y otra vez, sin poder olvidar la expresión atormentada de la nueva sacerdotisa. Intentando apartar de mi mente y pecho el dolor que había sentido yo al consagrarme a la diosa.

III. Orgullo y Traición (III)


Yacía tumbada boca abajo en la cama, con el rostro escondido entre sus brazos y todo su cuerpo estremeciéndose por los sollozos. No solía inmiscuirme en los asuntos de mis sacerdotisas, pero no era normal que Ilya se dejara llevar de aquella forma por las emociones. Algo malo había sucedido en el mundo de los hombres y yo tenía que saber el qué. La respuesta me dejó helada.


Al parecer, Darien y ella habían compartido un beso, un único beso que los había hecho cambiar a ambos. El guerrero ya no pasaba las noches en su jergón, en la habitación contigua a la de Ilya. Por las mañanas al despertarse, le oía lavarse, intentando quitarse el olor de la cerveza rancia y el perfume barato de las prostitutas del río. Notaba sus miradas furtivas, enrojecidas y ojerosas por la falta de sueño. Pero habían dejado de ser amables y ardientes. Un velo de ira y desprecio parecía cubrir sus antaño hermosos ojos grises. Sus palabras duras y filosas la herían profundamente, impidiéndole pensar en la consagración, centrando su mente y las necesidades de su cuerpo inexperto en él y sólo en él.

Podrían haber sido pensamientos típicos de una adolescente que había perdido a su mejor amigo. Si sólo hubiera sido eso, no le habría dado la mayor importancia. Desgraciadamente, sus sentimientos no se movían en esa línea segura y casta.

El guerrero la habría herido profundamente, y también la había tentado. Durante ese mes, en las horas más oscuras de la noche, había esperado que Darien acudiera a su lecho para poder probar de nuevo la esencia agridulce de su boca, que la había despojado de su marca, la marca de los dioses. Otra mucho más profunda se había ido grabando poco a poco en su corazón, llenándola de inquietud por la aparente frialdad del hombre y de vergüenza por lo impropio de sus deseos.

Y en ese momento, a tan sólo unas horas de su consagración, apenas dedicaba un pensamiento a su gran día. Tan sólo podía especular acerca del paradero de su Tabarie. Podía oír las preguntas resonando una y otra vez en su mente. “¿Dónde se ha metido? ¿Estará solo? ¿Alguna mujer estará bebiendo de su boca como hice yo tan solo unos días atrás?”

La ira que pretendía que se aplacase observando a la que debería ser mi sierva abnegada resurgió con violencia al darme cuenta de que mi culto, en realidad, nunca había sido su prioridad absoluta. ¡Niña tonta!

La vi apartar las mantas ahogando un gemido de frustración. Se levantó con prisa y empezó a vestirse de forma descuidada, con una túnica de terciopelo verde que la protegería de la fría brisa primaveral.

Se escabulló de la fortaleza como un ladrón, escondida entre las sombras, y llegó al pueblo bajo que bullía de actividad. Las fiestas de la recolección. Ni siquiera me había acordado de ellas. Lambia estaría causando estragos entre los jóvenes de Krymaria, incitando a la cópula y el desenfreno. Las hogueras se sucedían cada pocos metros y a su alrededor la gente bebía y cantaba con total abandono. Ese día se terminaba el período de Regeneración y comenzaba el de Oración, dedicado a mi persona. ¡Y qué falta les hacía a aquellos desvergonzados!

Habría dejado de observar semejante afrenta al decoro, si Ilya no se hubiera tensado como una vara seca, a punto de partirse ante el más leve soplo de viento. Sus ojos estaban fijos en Darien, que se apartaba de la multitud de la mano de una hermosa joven, en dirección a una choza apartada y algo desvencijada.

La futura sacerdotisa los siguió, manteniéndose en las sombras, y se agachó bajo el hueco de una ventana a la que le faltaba una hoja de madera. Se mordía los labios con fuerza, para contener las lágrimas que brillaban entre sus pestañas. Se apretaba los dedos con fuerza, torciéndolos de forma imposible en su regazo. Yo podía oír los suspiros y jadeos que se escapaban de la habitación en semipenumbra, apenas iluminada por los fuegos de Lambia. Y empecé a sentir piedad por Ilya y ese futuro al que aspiraba y yo no podía darle todavía.

—Prométeme que cuando casta sacerdotal caiga y te libres de tu Tabaria me mandarás llamar a tu lado —oí que decía la mujer entre gemidos.

A punto estuve de resoplar por semejante absurdo. ¡Pobre ilusa! Casi pude sentir la risa irónica que el guerrero tuvo el buen tino de esconder. Darien sabía la verdad en su interior: su Il-Tabari no se rompería jamás. El vínculo que le unía a Ilya iría más allá de la consagración. El había sido creado para protegerla porque ella tomaría las riendas de Krymaria llegado el momento, con Darien a su lado. Era una unión que llevaba planeando desde hacía siglos. La conjunción definitiva entre las castas de los hombres. El momento en que las grietas en los muros de Krymaria se cerrarían al fin, y sanaría la enfermedad que la amenazaba como una plaga. Pero todavía no había llegado el momento.

Ilya, sin embargo, no veía esa verdad. En sus ojos se reflejaba el horror de una traición. Se había levantado y aferraba la madera podrida del alfeizar, para poder tener una imagen clara de lo que sucedía en el interior. Su rostro se descompuso, volviéndose pálido como la cera, los labios apretados en una fina mueca de profundo desprecio. Al ver el brillo verde de la venganza en sus ojos, empecé a temblar en la solitaria escribanía. Pero fue la respuesta de Darien, un «por supuesto» que realmente no le comprometía a nada, la que me hizo temer por la unión de las castas.

Ilya empezó a correr casi al instante. Por un momento sus pasos erráticos me confundieron y no sabía si se dirigía al pueblo, a la fortaleza o a los acantilados. A medio camino se detuvo para vomitar la cena ligera que había ingerido. La vi limpiar la humedad de su rostro y alzar la cabeza al cielo, dejando que la lluvia tardía se mezclara con las lágrimas que caían de sus ojos. Podría haber sentido lástima por su desolación si no me hubiera paralizado de miedo al verla.

Esos ojos verdes que solían brillar con la chispa de la picardía o la diversión se habían opacado, hasta parecer casi negros. Y es que era el velo de la venganza y la muerte el que ahora los cubría. Lo que para mí solo había sido una frase estúpida susurrada en un momento de pasión, para Ilya significaba los principios de una conspiración. Sus sentimientos maltratados inflamaban aún más esa creencia alarmista.

La seguí sin moverme del cielo hasta la puerta de Melite. Eso me dolió. Su deber era presentarse ante Moren, mi servidora, sobre la que habría podido influir.

—Vengo a denunciar una traición —dijo Ilya con la voz firme.

Cerré los ojos y aparté mis oídos. Daron tenía razón. Mi culto no traía felicidad, sino odios y rencores. Mis leyes se habían quedado obsoletas a pesar de que era yo la que cada cierto tiempo actualizaba la historia de los dioses. Y ahora tenía que ser testigo de como todo el trabajo de siglos se desmoronaba por culpa de una de mis sacerdotisas. Por mi culpa.



Al día siguiente, no hubo consagración. Se llevaron a cabo una ejecución y un destierro. La prostituta no tuvo ocasión de volver a soñar con Darien, y éste seguía atónito el proceso de su caída. Se le perdonó la vida por los servicios que había prestado al pueblo de Krymaria, pero se le prohibió bajo pena de muerte poner de nuevo los pies en el poblado.

Yo no perdí detalle de lo que aconteció ese día. Mi maldito orgullo lo había provocado todo. Había querido poner fin a una guerra que se libraba desde el principio de los tiempos y sólo había conseguido recrudecerla. Y todo por no contar con los sentimientos de los instrumentos escogidos, por no hacerlos partícipes de su misión.

Ahora, observaba desde mi pequeño rincón de Morava cómo Ilya se escondía tras las faldas de las sacerdotisas del Consejo, incapaz de mirar a los ojos a su Tabarie. Era posible que a esas alturas ya hubiera descubierto que las palabras que había escuchado con los oídos inundados de celos, no tenían por qué referirse forzosamente a una traición. Demasiado tarde…

El guerrero que había sido su compañero durante nueve años no se defendía. Tan sólo la observaba, con una promesa de venganza brillando en sus ojos acerados. Y Darien siempre cumplía sus promesas.

Daron, oculto a los ojos de los hombres, alzó los ojos al cielo, atravesando con la mirada nubes y astros hasta clavarla en mí. Me acusaba en silencio y yo no podía defenderme. Habría preferido que ascendiera a Morava y volcara en mí su ira. En cambio, me dio la espalda y no volví a saber de él durante años.

Todavía recuerdo el momento en que Darien partió. Se alejaba del pueblo, erguido, con andar firme, con su espada Mordha como única compañía. Ni una sola vez miró atrás. No quedó rastro de su presencia en el poblado. Ni siquiera los que habían sido sus amigos se atrevían a pronunciar su nombre por miedo a que las sacerdotisas encontraran una excusa para castigarlos.

Durante casi seis años, Ilya soñó que el que dormía en la habitación de al lado era él. Y cuando las pesadillas la asaltaban en mitad de la noche, cubriéndola de sudor, sólo veía la muerte reflejada en las pupilas del guerrero.

Nadie esperaba su vuelta.

Pero nosotras sabíamos que volvería.

III. Orgullo y Traición (II)


—¿Todavía intentas demostrar que tus dones son dignos de llevarte al trono del cielo?


Daron, pensé con disgusto para mis adentros. Maldito bastardo insufrible. Alguien debería darle con su propia espada una buena estocada, así aprendería las virtudes de la humildad. Aunque no estaba segura de que ni siquiera una humillación surtiera el efecto lógico. Con él, mis artes nunca habían funcionado, era de todo menos lógico y predecible, un ser que exudaba más terrenidad que cualquier humano. Sinceramente, nunca había podido entenderlo.

Era extraño que los dioses abandonaran sus moradas. Yo nunca había puesto un pie en la Tierra. Nennia y Lambia lo hacían únicamente cuando el deber las obligaba. Pero a Daron parecía gustarle visitar Morava. Sobre todo para molestarme.

Alcé la mirada del papiro que intentaba terminar. Los textos sagrados se iban quedando obsoletos y en Krymaria las sacerdotisas comenzaban a hacerse preguntas. Era momento de dejar caer del cielo, como al descuido, un poco más de información acerca de cómo se había creado el universo y qué papel jugaba la humanidad en el gran teatro que era la vida. No dudarían que las palabras se habían escrito en Morava. Mi propia sangre era utilizada como tinta, y no se encontraba pigmento en el mundo que lograra reproducir el tono rojo brillante que adornaba las diez páginas ya escritas. Daron había estado a punto de estropearme esa última palabra, al presentarse sin ser avisado. Por un instante, mi pulso había temblado.

—Serán mis artes y no las tuyas las que recuerden a los humanos la presencia de los dioses.

Le había repetido esas mismas palabras hasta la saciedad, pero él tan sólo reía como respuesta. Esta vez no fue diferente. Rió, con sus burlonas carcajadas roncas que me llenaban de una ira cada vez más difícil de reprimir. Nunca me llevaba la contraria. Jamás discutía conmigo como a mí me habría gustado hacerlo. A gritos furiosos que sacaran de mí el desasosiego que me embargaba desde hacía ya mucho tiempo. Le había oído maldecir a cualquier otro dios. Gritar y blandir su espada amenazador, aunque jamás causaba ningún desperfecto irreparable. Pero frente a mí, siempre lograba comportarse como alguien dueño de sí mismo, y eso me enfurecía aún más porque cerca de él me sentía incapaz de controlarme. Y él parecía saberlo.

Su sonrisa burlona se amplió, aunque tampoco demasiado. Nunca había visto a Daron sonreír de forma sincera.

—Los humanos olvidarán la presencia de los dioses tan pronto aprendan a valerse por sí mismos, tan pronto comprendan cómo funciona la vida —era la primera vez que se pronunciaba respecto a este tema y me sorprendió la claridad con que lo hacía— Cuando sean conscientes de que los dioses no somos nada más que un reflejo de sus defectos no querrán saber nada de nosotros.

—¿Defectos? —mi voz se alzó, volviéndose chillona por la indignación—. Quizá tu sed de sangre sea un defecto, pero no mis letras, ni mi intelecto.

El solo asintió, dándome la razón en algo.

—Cierto, la ira es mi defecto —sus palabras eran suaves—. Pero Nennia esconde su miedo tras la oscuridad de la muerte. Lambia su exacerbado deseo sexual tras la palabra amor. Y tu…

—¿Y yo? —le pregunté altiva.

Tenía ganas de saber cuál era mi defecto, según él, que parecía saberlo todo. Era gracioso. Un dios de la guerra filosofando sobre el sentido de los dioses. Si no fuera porque con sus palabras minaba mi terreno igual habría consentido en carcajearme.

Pero sus ojos se clavaron en los míos, sus pupilas oscuras traspasándome, capaces de ver muy hondo en mi interior.

—Tú eres el orgullo personificado, Eala —su ataque casi parecía una caricia, envolviéndome con sus anillos de serpiente traicionera, su voz enroscándose en mi interior capaz de derrumbar mis defensas—. Tu arrogancia es legendaria. Crees que eso te hace fuerte, que provoca respeto.

—Pero no es así, ¿me equivoco? —comenté sarcástica, imaginando lo que vendría a continuación.

—No, no es así. Si acaso puedes llegar a causar repugnancia o temor. Nada sólido en lo que basar una relación afectiva. Más aún cuando ni siquiera tú crees esa basura teológica e intelectual que se escapa de tu boca en cuanto la abres. O al menos eso quiero creer o de lo contrario tus artes serían un fraude.

Me levanté de la silla y tomé los pliegos en las manos, para guardarlos a buen recaudo en mi arcón de piedra luna. Realizaba tareas cotidianas con la esperanza de que la automatización de mis movimientos me ayudara a calmarme. ¿Por qué tenía que ser tan frío? ¿Por qué jugaba mis fichas mejor que yo misma? ¿Por qué esa sonrisa cínica tenía que alterarme hasta el punto de dejar mi mente en blanco, sin armas para defenderme?

—¿No tienes nada que hacer en tu preciosa Tierra, Daron? – cuanto más lejos de mí, mejor—. ¿Ningún guerrero nuevo al que enseñar a matar a hijos de otros hombres? ¿Ningún joven al que mutilar con tu increíble espada?

—¿Y tú, Eala? ¿No has encontrado más vírgenes a las que apartar de la felicidad? ¿No tienes a nadie a quien enseñar cómo despellejar con la lengua? Los dioses saben que eres experta en eso.

Me volví con intención de abofetearlo, pero él ya había salido de la sala que hacía las veces de escribanía. ¿Cómo osaba lanzarme a la cara semejante desafío y desaparecer como un cobarde? ¿Cómo se atrevía a decir que mis sacerdotisas no eran felices? ¿Acaso sus guerreros malheridos lo eran?

Me dirigí con pasos rápidos a la terraza del Abismo, desde donde podía observar a placer las idas y venidas de los humanos en la Tierra. Krymaria solía ser el centro de atención. Era el lugar donde el culto a los dioses había dotado a las gentes de una vida pacífica y feliz. Un lugar donde las castas convivían casi en armonía, donde las mujeres se consideraban afortunadas si entraban a formar parte de mi séquito. Busqué a Ilya entre la multitud. La joven sería una sacerdotisa maravillosa. Amaba la religión y la historia sagrada. Esperaba su consagración con impaciencia. Ella era la prueba de que el culto a mi figura era satisfactorio y motivo de dicha.

Aunque no eran lágrimas de felicidad las que en ese momento corrían por sus mejillas.

III. Orgullo y Traición (I)


Desde el cielo y la Tierra veíamos a nuestros hijos enfrentarse. Veíamos a Darien preparado para matar, y a Ilya preparada para morir. Castas enfrentadas, decían; pero no, eran orgullos enfrentados. Un orgullo que había separado sus vidas durante años, sesgando sus sueños, sus deseos… Y aunque ellos no lo supieran, sus destinos. Ahora, el destino alterado les había vuelto a unir. Pero por orgullo, Darien iba a matar, e Ilya iba a morir. La imagen era estremecedora. Dos seres que apenas habían podido vivir alejados, dispuestos a separarse de nuevo y esta vez para siempre.


Seguro que había algo que los dioses podíamos idear para detenerles. Algo con lo que frenar el terrible sacrilegio que estaba a punto de cometerse. Algo que les hiciera darse cuenta de que no era la muerte lo que ninguno de los dos deseaba.

Pero Ilya exponía su cuello sin miedo, convencida de que el sacrificio era justo y necesario. Y Darien empuñaba a Mordha en alto, con el mismo convencimiento, sin apiadarse de la mujer que había sido su compañera durante nueve largos años, y a la que había extrañado casi seis.

Y los dioses sólo podíamos ser silenciosos espectadores de este desperdicio de sangre y vida. En Morava, la luna roja, morada de deidades, observábamos cómo iba a cambiar el futuro y en ningún caso para bien. Nennia se estrujaba los dedos, angustiada. Ninguna reina de la muerte desea acompañar en el trance a los jóvenes deseosos de vivir. El camino se hacía más difícil por las pesadas cargas que no habían tenido tiempo de dejar atrás. Lambia sollozaba sin freno y sin vergüenza. Un amor roto. ¿Qué mayor tragedia para una diosa de la Regeneración? Yo tan sólo clavaba la mirada en esa pequeña Tierra que tantos disgustos nos daba.

Una voz rompió la quietud de las mentes divinas.

—¿La dejará morir si es otro el que la amenaza?

Una voz tenebrosa, ruda, carente de cualquier signo de piedad o misericordia. Incluso él sufría por lo que iba a provocar su guerrero. Daron, el del puño de acero y la espada invencible.

De nuevo observamos la escena, pero esta vez con un brillo calculador en la mirada. Apreciando, más allá de los dos jóvenes, a los hombres ensangrentados que quemaban, mataban y violaban, impusimos en sus mentes una necesidad repentina de escalar las colinas hasta llegar a los túmulos.

Las deidades sonrieron con suficiencia. Estábamos a punto de presenciar la salvación de las castas de los hombres o su caída. Aunque todos creían conocer el resultado.

Tan sólo mi sonrisa era forzada, mientras me maldecía interiormente por no haber sido yo, Eala, diosa virgen de las letras y el intelecto, quién plantease la solución al problema que nos atormentaba.

Por eso no terminaba de convencerme el plan.

¿Sería posible que los humanos dejaran de regirse por el orgullo, si ni siquiera una diosa como yo era capaz de hacerlo?

II. Tierra y Cielo (III)



Todos los días la veía preparase para ocupar su lugar entre los de su casta. Su consagración se llevaría a cabo en un mes y, si por lo general era intratable, de un tiempo a esa parte se había vuelto del todo insoportable. Durante años había aprendido a leer, a escribir, a tocar instrumentos, el arte de la sanación… Ahora se dedicaba a mejorar esas artes, a ensayarlas una y otra vez hasta que el hábito y la costumbre las convirtiera en parte de ella. Un verdadero aburrimiento.

En ese momento caminaba erguida, sosteniendo un libro en la cabeza, otro con la mano izquierda y una manzana en la derecha. Devoraba más la literatura que la fruta, mientras se paseaba de un lado al otro de la enorme estancia, una sala rectangular cubierta de alfombras y absurdos tapices que representaban la historia de la creación. Un bonito cuento que ni los niños de pecho se creían ya, pero que las sacerdotisas utilizaban para intentar demostrar la legitimidad de su soberanía. ¡Ja!

Escupí a una bacinilla que había junto a la silla en la que estaba repanchingado, ganándome una mirada reprobadora de Luanna y una mueca de asco de mi joven Tabaria. Sonreí a ambas con socarronería, continuando con el balanceo de mi pierna sobre el reposabrazos, consciente de lo mucho que les molestaba aquello. Que un guerrero como yo tuviera que dedicarse a seguir el absurdo ir y venir de una mocosa perezosa y malcriada, intentando no morirme por el sopor que me producía, era más de lo que mi casta podía tolerar. Y aún así, no nos quedaba otra opción. ¡Malditos los sacerdotes y sus absurdas normas! Solté otro escupitajo en la bacinilla, haciendo un ruido desagradable contra el latón.

—¿Te importaría dejar de molestar? —más que preguntar ordenó, en un tono bastante autoritario—. Intento memorizar el Libro Sagrado.

Levantó el ejemplar en cuestión lanzándome una mirada verde esmeralda que intentaba intimidar. Quizá lo habría conseguido, si no llevara cuidando de ella nueve largos años. Al principio, esa tendencia a mangonearme, me había molestado. Ahora me hacía más gracia que otra cosa. Era peor cuando conseguía enfurecerla y perdía esa fachada de sacerdotisa altiva y modosa. Entonces ni me molestaba ni me hacía gracia. Más bien conseguía que mi sangre hirviera en las venas, tentándome como ninguna otra mujer. Pero encontraba esa sensación mucho más apetecible que las anteriores. Por eso, no pude dejar de replicar:

—Ya lo has memorizado. Lo recitas cada noche antes de dormir —dejé escapar un suspiro de aburrimiento a la vez que ponía los ojos en blanco—. El insomnio no me desvela desde que empezaste a leerlo.

Capté la risilla que a punto estuvo de escapársele a Luanna, conteniendo la que bailaba en mis propios labios al ver que, esta vez, su mirada contenía veneno puro.

—Ja-ja. Muy ingenioso. Quizá puedas pedirle a Lu que te forme como sacerdote. Con un poco de suerte no tendría que soportar más tu intolerable presencia.

—Ilya, compórtate —regañó la mujer sin poder ocultar del todo la nota risueña de su voz.

—¿Y la que tiene que comportarse soy yo? —gimoteó indignada—. ¿Te parecen correctos sus modales? ¿No piensas hacer nada al respecto?

La anciana mujer se levantó renqueante del duro asiento de madera y tosió un par de veces antes de contestar en su habitual tono pausado:

—Sí, mi niña, voy a prepararme una tisana. No estoy segura de cómo lo hacéis, pero siempre conseguís levantarme dolor de cabeza. Cuídala bien en mi ausencia, Darien.

Salió de la gran habitación con porte majestuoso a pesar de sus ochenta y seis años, o quizás, a causa de ellos. Le sonreí con cariño antes de que cerrara la puerta. Era la única de su casta que merecía mis respetos, sobre todo, teniendo que bregar con una pupila como la suya. La joven en cuestión, aprovechó que nos habían dejado solos, para lanzarme el Libro Sagrado a la cabeza. Agradecí su pésima puntería cuando el maldito libro golpeó mi hombro y salió despedido, directo a la bacinilla. El ruido que sonó al caer y la cara de espanto de la muchacha pudieron con mi resistencia y comencé a reír con fuerza.

El genio de Ilya explotó al contemplar mi hilaridad y, apretando fuerte lo que quedaba de manzana y el libro de la cabeza, me los lanzó con sus pocas fuerzas, sin fallar esta vez el objetivo. Luego se acercó, perdiendo la gracia característica de las sacerdotisas para patearme las espinillas. La risa murió en mis labios cuando golpeó un lugar especialmente sensible.

—¡Suficiente! —exclamé, lanzándola de un empujón al suelo.

Verla tendida en el piso, apoyada en los codos, con la falda algo levantada y sus ojos verdes taladrándome con ira, casi logró superar mi moderada capacidad de autocontrol. Lo que hice después la minó por completo.

Me levanté despacio y caminé hasta ella estirándome en toda mi altura. La alcé sin esfuerzo, rodeando su cintura con un brazo, impidiéndole la huída.

—¿Sabes lo que ocurre —comencé en voz baja, enronqueciendo la voz— cuando un guerrero es molestado?

Abrió los ojos desmesuradamente, como si estuviera atemorizada. ¡Maldita idiota! Sería capaz de temerme tras nueve años.

—El guerrero reclama una compensación —terminé, acercando el rostro.

Una falsa exclamación de sorpresa surgió de sus labios.

—¡Oh! ¡Estoy aterrada!

Era demasiado pedir que por una vez lo estuviera, más aún cuando en ese momento estaba demasiado cerca de sufrir un ataque… No excesivamente violento, pero un ataque al fin y al cabo.

—Puede que no —una maliciosa sonrisa se esbozó en mis labios—. Pero seguro que después lo estarás.

Y devoré su boca como llevaba soñando desde hacía varios meses. El respingo que dio no fue fingido, ni tampoco la sorpresa e incredulidad que despedía el verdor de sus ojos. Pero Ilya no se dejaba vencer con facilidad y, pronto, cerró los párpados y respondió al beso abriendo los labios y rodeándome el cuello con sus tiernos brazos. Haciéndome víctima de un ataque mucho mayor.

No permití que aquello durara mucho tiempo más. Corría el gran peligro de no poder detenerme y, por más que me apeteciera, sería un ultraje a las leyes meter a la mocosa en mi cama. Necesitaba enfurecerla de inmediato, para que borrara de su rostro esa expresión de placer que me tentaba a besarla de nuevo.

—Ya sabes lo que te pediré la próxima vez. Aunque quizá te haya gustado y no tardes en molestarme de nuevo.

La ira no afeó sus rasgos de niña-diosa y el cabello rojo pareció erizársele, como una llama ardiente, alrededor de su cabeza. La bofetada que me asestó, quizá algo merecida y del todo esperada, resonó en toda la sala. Después, se irguió altiva para lanzarme su típico comentario mordaz.

—Ten cuidado tú, no vaya a haberte gustado demasiado —dio un paso hacia mí, recorriendo mi cuerpo con la mirada de forma descarada—. Y desinfla tu ego. Otros lo han hecho mucho mejor.

Se volvió, haciendo ondear su falda, dejándome ver un atisbo de los finos tobillos. Salió de la habitación sin lanzarme siquiera una mirada desdeñosa, prueba de lo ofendida que se sentía.

¡Al diablo con ella! ¿Quién demonios la había besado antes? ¿Y quién la había enseñado a comportarse como cualquier cortesana de burdel? Desde luego representaba el papel a las mil maravillas y el dolor de mi entrepierna lo probaba con creces.

Lancé un puñetazo airado a la pared, dejando el muro marcado y mis nudillos magullados. Un rasguño de nada en comparación a lo que los celos hacían en mi pecho. ¡Zorra!

Yo la había vigilado bien. ¿Cómo había conseguido burlar mi guardia para encontrarse con un amante? ¿Uno? Ella había dicho «otros». Otro puñetazo y más dolor.

La ira me embargó durante los días que siguieron. Había empezado un juego que ahora no sabía cómo detener. Precipitando las circunstancias que propiciarían mi pronta caída y posterior destierro.

¡Maldito idiota!

II. Tierra y Cielo (II)



Las maldiciones y blasfemias de Malakai llegaron a mis oídos antes incluso de poder verlo. Era posible que pudieran oírse en toda Krymaria. De nuevo, estaba borracho.
—¡Lambianas! – escupió al suelo con una mueca de asco—. Zorras todas ellas.

Arrastraba las palabras como si la lengua se le pegase al paladar. Apenas sí podía decir bien una sola, pero no hacía falta, el sentido lo captaba todo el mundo. Las sacerdotisas que por allí paseaban, se volvían con expresiones que iban desde el desprecio hasta el hastío. Ninguna intentó defenderse. Hacía varias semanas que la escena era la misma frente al templo de Lambia, la Regeneradora.

—Miradlas, amigos —continuó el joven borracho—, tan altivas y orgullosas. Pero el día de la Entrega bien que gritan y jadean como gatas en celo.

—Otra vez le habéis dejado beber —regañé a mis otros dos amigos, mientras agarraba al borracho de un brazo, intentando sacarle de allí.

Malakai continuaba con su discurso.

—… gimen y suplican que empujes entre sus piernas, que se la metas como sólo un hombre sabe hacerlo…

Yo, que a mis dieciséis años todavía no hacía mucho que había descubierto los placeres del sexo, me sonrojé violentamente al oírle, al igual que mis otros compañeros de casta.

Malakai hizo un gesto obsceno con la lengua entre sus labios, curvados en una sonrisa macabra, en dirección a unas jóvenes que le miraban cuchicheando entre sí. Huyeron de allí lanzando grititos escandalizados. Tan sólo una sostuvo la mirada del muchacho, clavando sus oscuros ojos de cierva sobre él. La rabia brilló en aquellas pupilas antes de alejarse con la serenidad de una reina.

Lía…

El guerrero borracho volvió a escupir, pero esta vez con un sollozo lastimero, bajo nuestra mirada angustiada. Todos conocíamos la historia. Y la mayoría habíamos llorado con ella.

Lía había sido Tabaria de Malakai hasta hacía tan sólo dos ciclos. El joven siempre había presumido de su vínculo con una sacerdotisa de Lambia, las únicas que podían permitirse el lujo de enamorarse y honrar el amor. Porque él se había enamorado perdidamente de ella. Lía no hacía ascos a los acercamientos de Malakai, ni a sus caricias. El la había ido preparando poco a poco y con ternura para el día de su Entrega, que tuvo lugar en el templo, bajo la figura de mármol de Lambia, en la primera luna roja del cuarto mes. Se habían unido ante la atenta mirada de la diosa. Lía había gritado al sentir su virginidad atravesada, como mandaba la ley lambiana y el joven la había llenado con su semilla como ordenaba la tradición. Se suponía que después de ese día Lía le escogería como Thanis, su amante, hasta que quedara embarazada de él.

Pero le había rechazado. Sin ningún motivo, aviso o explicación. Se negó a volver a verlo y cada noche en que el resplandor rojizo de Morava aún brillaba en el cielo un hombre distinto la visitaba en el templo. Lía estaba en su derecho.

Oren, Murtagh y yo, los amigos de Malakai, nunca aceptamos el honor de acudir a ella, por respeto. Pero no todos los guerreros eran tan generosos. Y Lía, para colmo de males, era una mujer muy hermosa.

Estrechamos el círculo entorno a Malakai, protegiéndole de las miradas indiscretas. El joven lloraba con lágrimas de borracho y blasfemaba como un diablo en contra de Lambia y sus sacerdotisas. Los dos años que nos llevaba siempre le habían presentado como un hombre adulto frente a nuestros ojos. Ahora tan sólo parecía un niño herido, roto por dentro.

Ilya apareció en ese momento y contuve un gemido de pánico. De todas las personas compasivas que poblaban Krymaria, mi Tabaria no era conocida precisamente por su piedad. Y al enamorado no le mostraba ni un ápice de simpatía por su dolor.

—¿Llorando otra vez, Malakai Calpin? —se paró frente a nosotros con las manos en las caderas y el rostro contraído como una hidra furiosa—. ¿No te da vergüenza? Delante del templo de Lambia, donde ella pueda verte.

Ninguno le dijimos que ella ya lo había visto o la temible bruja de ojos verdes nos maldeciría hasta el fin de nuestros días. Su pequeño cuerpo desgarbado era capaz de provocarnos más temor que la espada de Whiptall. De hecho, todos tragábamos de forma sonora, aguantando el tipo frente a nuestro amigo.

—No sabes nada de los asuntos del corazón, dacha – le escupió a gritos el aludido, su voz convertida en un graznido áspero.

—El corazón está más arriba, no entre tus piernas.

—¡Ilya!

Volví a gemir y me tapé el rostro con las manos, mientras los demás intentaban esconder las risas. La joven se encogió ligeramente ante el grito de Luanna, su tutora, que había observado la escena sin decir una palabra hasta entonces, aunque las comisuras de sus labios no dejaban de temblar. Incluso en los ojos del enamorado despechado brilló por un instante la diversión. Ilya, por supuesto, lo notó.

—Vamos, lleváoslo de aquí —nos urgió con la voz algo más suave, aunque de pronto entrecerró los ojos y nos miró evaluándonos como si hubiéramos cometido algún pecado—. A no ser… que tengáis intención de entrar al templo.

Esa suposición ya fue demasiado para nosotros. Cogimos a Malakai Calpin como buenamente pudimos y nos alejamos de allí bajo la atenta mirada de la pequeña sacerdotisa. Corrimos hasta llegar frente al templo de Nennia y nos dejamos caer en círculo junto a los cipreses de la entrada. La muerte parecía mucho más segura que Ilya.

De repente, y para sorpresa de todos, comenzamos a oír unas carcajadas roncas que se escapaban del pecho del borracho.

—Esa pequeña bruja —comenzó con una sonrisa torcida en sus amargados labios—, tiene más agallas que todos vosotros juntos.

Oren resopló avergonzado.

—Porque sabe que a ella no le pegarías.

—Que no, dice —volvió a reír Malakai, palmeando con fuerza el hombro del joven.

El silencio se asentó junto a nosotros, pero esta vez no fue desagradable y tenso, sino que parecía intensificar aún más nuestra camaradería.

—No —habló de pronto un Malakai más sereno—, no la pegaría. Esa potrilla es una buena Tabaria.

Esta vez me tocó el turno de resoplar, sin poder creerme lo que acababa de oír.

—Buena, dice —exclamé con brío—. Ilya tendría que haber nacido con el fuego de Nennia tatuado. Los enfermos darían la bienvenida a la muerte en cuanto la vieran aparecer para ayudarlos en su partida.

Todos rieron ante la intensidad de mis palabras. Así como todos conocían la historia de Malakai, todos estaban al tanto también de la tormentosa relación que me unía a mi Tabaria. Y todos habían sido víctimas alguna vez de su lengua viperina.

—Créeme, Darien, tienes suerte —continuó el loco enamorado—. Tienes suerte de que la diosa Eala te prohíba enamorarte de su sierva.

«Ni aunque la diosa Eala me obligara a hacerlo le entregaría mi corazón a esa arpía», pensé con seguridad. Aún así, decidí no poner mis pensamientos en palabras. No desafiaría en voz alta a una diosa, no fuera a ser que decidiera aceptar el reto.

II. Tierra y Cielo (I)


Eala había bajado a la Tierra. Esa era la única explicación posible a la belleza de la mujer que se alzaba asustada ante mí. Incluso el brillo de Mordha la favorecía. Estaba seguro de que incluso atravesada con mi espada estaría hermosa.


Eala había bajado a la Tierra.

Pero no era la diosa virgen. Era tan sólo la sacerdotisa ruin y traicionera que había provocado mi destierro, la misma que años atrás había levantado el dedo acusador contra mí, condenándome al exilio. Mientras ella se dedicaba a disfrutar de los placeres de su posición, recostada sobre cojines de seda y terciopelo. Saboreando exquisiteces venidas de lejos, mientras yo me mataba por sobrevivir en una tierra hostil, con bárbaros aún más hostiles que la tierra. Cazando cada animal que comía, luchando por cada odre de vino. Temido por las mujeres y odiado por los hombres. Un paria en la soledad del mundo.

Nunca fui un hombre blando, pero la dureza que adquirí en los tormentosos años lejos de mi hogar habría repelido incluso a mi padre muerto. Ya no era un guerrero de casta. Me había convertido en una bestia sanguinaria. Y derramar la sangre de la mujer a la que amenazaba con mi espada era la culminación de todos mis sueños y esperanzas. De todos mis deseos de venganza. Lo que me había mantenido vivo en la tortura del desprecio y la soledad.

Ilya, mi Tabaria.

La lluvia empezó a caer, como si las diosas lloraran la inminente pérdida de su sierva más fiel. Alcé los ojos al cielo, deleitándome con su negrura, con el espesor de las nubes cargadas de dolor. ¿Dónde estaban los dioses cuando su maldita sierva acabó con mi vida? Por mí no lloró nadie. Nunca.

Sobre su cabeza, unos curiosos rayos de sol, se asomaron por entre las nubes de tormenta, consiguiendo que el cabello cobrizo de la mujer lanzara destellos de oro rojo, inflamándome por la necesidad de tocar su piel de alabastro. Recorrí su cuerpo con la mirada una y otra vez, ya sin señal alguna de la adolescente que yo recordaba. Se había convertido en toda una mujer, con las caderas más apetecibles que alguna vez hubiera contemplado. El viento hacía ondear su falda, que se adhería a sus piernas, delineándolas con precisión; largas, torneadas, firmes. Hacía muchos ciclos que no tocaba a una mujer y el deseo de tener esas piernas rodeándome empezaba a ser doloroso.

Apreté aún más la espada contra su garganta iracundo. La muy perra era capaz de vencerme incluso en su situación. Y sólo conseguí enardecerme aún más, cuando siseó por el dolor, entreabriendo sus labios rojos y mostrando unos dientes blancos y parejos; cuando levantó sus ojos verdes y me atravesó con una mirada que conocía bien, una mirada que siempre me había hecho arder, de ira y de deseo, de rabia y necesidad.

Habría querido decirle muchas cosas. Contarle despacio lo que su traición había hecho conmigo, insultarla, detallar lentamente las torturas a las que la sometería para saciar mi sed de sangre y venganza. Pero esa mirada siempre lograba cerrar mi boca, incluso aunque mereciera todos mis desprecios. Sólo pude preguntar:

—¿Tu último deseo?

Las primeras palabras que cruzábamos tras seis años de lejanía y sólo había conseguido que temblara levemente su barbilla. Sus ojos no se empañaron ni empezó a sollozar como tantas veces había planeado en mis sueños. Tan sólo me miró fijamente, sin mostrar su miedo, y pidió altiva, sin que le fallara la voz:

—Que sea rápido.

Acto seguido, se arrodilló a mis pies, y retiró la espesa mata de cabello ondulado de la tersura de su cuello.

Afiancé mis pies a su lado y levanté a Mordha sobre mi cabeza.

El valor que demostraba ante su muerte inminente, sería el último insulto que me lanzaba.

I. Cielo y Tierra (III)



La madre chillaba, agarrando con fuerza en su pecho a un pequeño bulto que se agitaba y berreaba casi sin fuerza, quizá contagiado por el pánico de la mujer. La gente se arremolinaba alrededor de la cabaña, observando la escena con curiosidad y no con menos aprensión. El bebé había nacido con una marca.


Nunca me habían permitido observar la Cuestación, ese momento en el que los niños marcados al nacer eran separados de sus familias para dirigirlos a sus casas consagradas, en función del dios o la diosa que le hubiera requerido. Esa ocasión no era diferente.

Yo debería estar estudiando con Luanna, pero escaparme de la Casa de Eala era uno de mis pasatiempos preferidos. Los gritos me habían llevado al último anillo de Krymaria, el anillo exterior, donde habitaban los hombres y mujeres que se encargaban de la labor. Una vez había oído que los niños marcados no solían nacer en ese anillo, los guerreros y las sacerdotisas eran los que más vástagos señalados traían al mundo, por lo que supuse que debía ser un honor para ellos otorgar a sus hijos a la Cuestación. Pero la mujer no parecía feliz de apartarse de su pequeño retoño.

—¡Danos a esa niña, mujer! —ordenó Melite con aspereza, a la vez que hacía un gesto a dos guerreros para que la sujetaran.

La mujer intentó huir, pero otros dos guardias la cercaron desde atrás, provocando aún más el llanto histérico de la mujer. Melite observaba con los ojos fríos como el hielo, sin que su rostro mostrara más expresión que una mueca de disgusto, cómo los soldados arrancaban al bebé de los brazos de su madre. Nunca me había gustado la más anciana de las sacerdotisas del consejo. Su edad no la había hecho amable, todo lo contrario. Se dedicaba a su trabajo con eficiencia y tenacidad, encontrando soluciones válidas a cada problema que se presentaba en el Consejo, pero su falta de compasión era uno de sus rasgos más característicos. Más de un juglar había compuesto cancioncillas en su honor y la mayor parte de ellos habían acabado cumpliendo condena en la picota.

Esa mujer me hacía estremecer, al igual que los gritos de la madre abandonada en el patio frente a la casa. Miré alrededor, buscando a alguien conocido al que poder unirme. La empatía que empezaba a sentir por la campesina era demasiado profunda como para pasar el trance yo sola. Encontré a Darien encaramado a un poste para atar caballos y cómo si le hubiera llamado a voces se volvió en mi dirección.

No esperaba consuelo de su parte. Tres años habían pasado ya desde el incidente en la plaza de armas y las únicas ocasiones en las que reparaba en mi presencia era para insultarme o reprenderme, en función de su estado de ánimo. Aquel día clavó su mirada en mí, probablemente decidiendo cuál de las dos cosas haría primero.

Ante un nuevo grito de la madre me encogí y los ojos se me llenaron de lágrimas y sorprendentemente mi Tabarie, por lo general distante, adelantó una mano, llamándome para que me uniera a él.

Corrí y le abracé por la cintura, y juntos observamos cómo Melite tomaba al niño por un pie y lo sujetaba cabeza abajo frente a su rostro. Mis dedos le apretaron con fuerza. Un resbalón y ese niño jamás pertenecería a casta alguna. La madre debió pensar lo mismo porque se abalanzó contra la sacerdotisa, quedando frenado su avance por los guerreros disgustados. La ropita del bebé se escurrió, taponando los berridos que salían de su pechito, y mostró unas piernitas regordetas y un sexo visiblemente femenino. Yo no recodaba haber sido nunca tan pequeña.

Melite miró la marca de su espalda con el ceño fruncido, las arrugas de fastidio se marcaban en su frente creando un juego de sombras que la hacía parecer aún más malvada. Agarró a la pequeña por la nuca y la volteó para sentarla sobre una mano. La elevó por encima de su cabeza y gritó al público:

—La diosa Nennia ha elegido a su seguidora.

Un murmullo corrió por los presentes y la madre se dejó caer al suelo, derrotada. El padre de la pequeña se acercó a Melite y ésta le cambió a su hija por una bolsa llena de monedas.

—Vámonos de aquí —oí que decía Darien con acritud.

Asentí y me dejé llevar por su mano hasta el hayedo que flanqueaba la fortaleza por su lado oeste. Allí nos sentamos en el tocón de un árbol, rodeados de serbales, abedules y helechos que contribuían a calmar mi espíritu revuelto.

—Melite es una dacha —escupió en tono despectivo, utilizando esa palabra que tanto les gustaba a los guerreros, probablemente la única que conocían de la lengua antigua, que significaba «maldita bruja»—. Todas las sacerdotisas lo sois.

—Si la niña estaba marcada era su deber llevársela —respondí con más seguridad de la que realmente sentía, molesta por el tono insultante.

El se limitó a resoplar y a lanzarme una mirada furiosa. El silencio volvió a caer sobre nosotros, roto tan sólo por los trinos de los reyezuelos y el batir de alas de las currucas. Yo observaba su rostro, congestionado por la rabia y quizá algo más profundo.

—¿Quién era tu madre, Darien? —pregunté con mi vocecita de niña dulce y curiosa a la vez.

El apretó los dientes y por un momento pensé que no me respondería. Pero él suspiró, cerrando los ojos con fuerza antes de contestarme.

—Una sacerdotisa de Lambia. Mi padre me lo contó antes de morir.

La diosa de la Regeneración. Si había algo peor que nacer con la marca del fuego de Nennia, la diosa de la muerte, era que una semilla tatuara la base de la columna. No hice ningún ruido. Ni un suspiro delator se escapó de mis labios. Y él continuó, asintiendo con agradecimiento.

—La busqué tras la incursión, preocupado por la suerte que hubiera podido correr.

«Y por un innato deseo de paliar tu propia soledad», pensé para mis adentros.

—Un día la vi pasar en un cortejo —luchaba por mantener su voz firme y serena, pero no llegaba a conseguirlo—. Ni siquiera me miró. Sabía que estaba allí. La llame a gritos, siguiéndola durante varios metros. No me miró. Su rostro no mostró arrepentimiento o dolor por haberme abandonado. A esa niña algún día le contarán que su madre peleó por tenerla entre sus brazos y podrá vivir con ese consuelo. Yo nunca oí nada parecido de la mía.

No le ofrecí mi compasión, aunque se filtrara por cada poro de mi piel. Reprimí las lágrimas de pena y las ganas de abrazarle. No eran mis brazos los que él deseaba y no le humillaría de nuevo intentando protegerle.

Tampoco le conté mis pensamientos más profundos. Yo ni siquiera sabía quién era mi padre. A las sacerdotisas se las apartaba de sus progenitores nada más nacer, como había sucedido con la pequeña. La diosa se convertía en madre y padre, ley y fuente de inspiración. Las relaciones humanas sólo les estaban permitidas a las consagradas a Lambia, que se entregaban a los guerreros para proveer de niños a Krymaria. El resto de las sacerdotisas permanecían intactas hasta el día de su muerte, en la que Nennia las saneaba con su negro manto y abonaba con sus cenizas la Tierra. De esta forma, en Krymaria seguían floreciendo los frutos de la vida. De cualquier otra, la plaga y la guerra caerían sobre nosotros sin piedad.

A mis once años, me daban lo mismo los frutos y las plagas. Mi fe no era tan grande como para no desear conocer el paradero de mi padre, saber si había muerto en la guerra o si me parecía más a él de lo que me había parecido a mi madre. Pero esta también se consagró a Lambia así que mi padre podría ser cualquiera.

—Garrick MacAllister —dijo Darien de pronto, rompiendo mi meditación.

Alcé la mirada interrogante y la clavé en sus ojos grises.

—Tu padre —cabeceó en mi dirección— es Garrick MacAllister.

¿Acaso me había leído la mente? Había oído decir que algunas sacerdotisas desarrollaban con la edad tal capacidad, pero jamás se supo que los guerreros pudieran hacerlo. El sonrió complacido al ver mi rostro turbado por la sorpresa.

—Tu cara es como un libro abierto —explicó con su hermosa sonrisa, la primera que me dedicaba en años—. Quizá eso te salve de ser una dacha como las demás.

Si él hubiera sabido…

—¿Quién es? —pregunté casi sin voz.

—¿Recuerdas aquel día en la plaza de armas? ¿Cuándo me humillaste frente a los guerreros?

Yo agaché la cabeza con una mueca de culpabilidad. Tragué de forma sonora y escondí mis ojos de los suyos. ¿Es que nunca se olvidaría? Asentí, rememorando de nuevo las carcajadas de los hombres y la mirada de odio que me había lanzado Darien.

—Bueno, pues MacAllister fue el que humilló a ti.

Su sonrisa era radiante en la venganza, que no resultó demasiado amarga ya que empezaba a unirnos después de tanto tiempo.

No tuve tiempo de increparle ni de pensar en la información tan valiosa que me había otorgado porque el ruido de unos pasos nos alertó a los dos y nos escondimos tras un matojo de helechos. Melite caminaba con prisa, rompiendo pequeñas ramas caídas y desgarrándose la túnica con las zarzas que flanqueaban el camino. Frenó sus pasos frente a un haya gigantesca que casi tenía tantas arrugas como la mujer en su apergaminado rostro y apoyó la frente en su tronco. Se abrazó a él, apretándose con fuerza, dejando marcadas las muescas de su corteza en la piel. Sus hombros se sacudieron con fuerza y una lágrima silenciosa descendió por su mejilla.

Miré a Darien, que contemplaba a la mujer con una mueca de fastidio. Esa escena demostraba que las sacerdotisas no eran las brujas que él pensaba y esta vez fue mi sonrisa de superioridad la que brilló en nuestro escondite. Y, pese a nuestras diferencias, sus ojos grises no tardaron en devolvérmela.

I. Cielo y Tierra (II)


—¡Yo también puedo luchar!

La vocecilla del niño estaba teñida de ira y rabia contenida. Pero eran las lágrimas que rodaban por sus mejillas las que hacían que las risas de los guerreros resonaran por toda la fortaleza, provocándole aún más. El muchacho no tenía más de diez años, aunque su porte orgulloso y la maestría con la que sujetaba la espada le hacían parecer mucho mayor.

Yo le conocía. Era uno de los muchos huérfanos que Whiptall entrenaba en su armería. Uno más de todos los que correteaban alrededor de las chozas de madera del poblado desde hacía varios ciclos. Había perdido a sus padres durante una incursión de los Perros del Gran Lago, bárbaros sin patria ni ganas de ella que llegaban asolándolo todo a su paso, como una plaga descontrolada.

Durante siglos, la imponente fortaleza de Krymaria se había defendido de ellos. Sus muros de piedra, de tres metros de grosor y veinte de altura, habían repelido ataques de todos los pueblos que habían querido conquistarla. La mayoría se habían dado por vencidos mucho tiempo atrás, pero los Perros lo intentaban una y otra vez, cayendo sobre los terrenos de labranza en ataques inesperados, quemando bosques e infraestructuras junto a los ríos, mutilando y torturando a todo aquel que se cruzara en su camino. Una lucha encarnizada con la destrucción como único fin.

Con la presencia del invierno, después de una larga estación cálida dedicada a rechazarlos, habían llegado noticias de que se retiraban, cansados ya de no poder abatir a su presa. Pero los guerreros no se habían resignado a verles volver a la siguiente primavera, y habían partido tras ellos, dejando Krymaria totalmente desprotegida.

Durante días, los extranjeros habían jugado con los guerreros hasta perderlos, y finalmente, regresaron a la fortaleza para terminar lo que habían empezado muchas lunas atrás, cargando sobre nosotros por la noche, como ratas hambrientas. Muchos no volvieron a ver la luz del sol. Otros sólo pudieron verlo unas horas y, si no tenían suerte, varios días. Pero la enfermedad y las infecciones acabaron con las pocas vidas que habían dejado los Perros. Entre estos últimos se encontraba el padre del niño.

Le habían puesto por nombre Darien, en honor al dios Daron, el del puño de acero y la espada invencible. Aunque sus lágrimas no le hacían parecer ahora un guerrero y mucho menos, de acero e invencible.

Los guerreros habían vuelto, y tras descansar durante el invierno, se ponían en marcha para buscar venganza. El quería acompañarlos, y no podía hacerlo.

Yo podía entender su rabia, su ira y su dolor. Mi madre también había caído en la incursión.

Antiguamente no sólo le habrían permitido ir sino que habría estado obligado a castigar al asesino de su padre, tuviera la edad que tuviese. Las leyes de los guerreros eran duras e implacables en cuanto a la venganza. Pero esas leyes habían cambiado unos meses atrás.

Se había acabado el gobierno de los guerreros como establecían las antiguas normas de los dioses, grabadas en la piedra erguida de Tarsa Dûm. El equilibrio residía en la paz de las dos castas, y tal paz no existiría nunca si una se dedicaba a someter a la otra. Por eso, cada cierto tiempo el gobierno cambiaba. Concretamente la noche en que Salaintè, la luna blanca, y Morava, la luna roja, brillaban las dos juntas, llenas en el cielo. Tal fenómeno se daba cada ciento treinta y tres ciclos de Salaintè, casi once años según el calendario solar por el que Krymaria rara vez se regía. Apenas tres ciclos atrás las dos lunas habían iluminado la noche con su brillo y la casta de los guerreros había cedido el poder a las sacerdotisas.

La primera ley promulgada fue la de que la fortaleza jamás volvería a quedarse sin protección. No irían a la guerra jóvenes menores de quince años ni ancianos. Y a cada miembro de la casta sacerdotal que aún no se hubiera consagrado se le asignaría un guerrero que velara por su seguridad, que jamás se apartara de su lado. A esta unión se le denominó en la lengua antigua Il-Tabari, Vínculo de Protección. Los guerreros aún no habían terminado de asumir tal ultraje, pero su tiempo de gobierno había expirado y debían acatar las órdenes. Estas medidas no sólo les resultaban humillantes, sino que reducían en gran medida sus efectivos y los limitaba en la razón básica de su existencia: la guerra. A mi me parecía una medida lógica ya que un consejo de sacerdotisas gobernaba en Krymaria y no tenían más conocimientos de lucha que el propio instinto de supervivencia. Y ahora quedábamos muy pocas.

Para desgracia de Darien, no sólo su edad le impedía unirse a la batida sino que además me había sido asignado como Tabarie, como Protector.

Más allá de eso, comprendía su necesidad de buscar venganza, ya que yo misma la sentía. Sólo nos diferenciaba la forma de encarar el asunto. Yo había nacido con la marca de la diosa Eala en la base de mi columna, y eso me señalaba como sacerdotisa. Nunca podría tocar un arma para que el acero no mancillara mi intelecto. La elocuencia sería mi única espada y una lengua vivaz mi único escudo. Pero él era un guerrero de casta. Uno que probablemente llegaría lejos, según se comentaba en ciertos círculos que yo no debería conocer. Y cuidar de una niña de ocho años no entraba dentro de sus planes.

Vi cómo limpiaba sus lágrimas y cargaba contra el guerrero que se reía de él. Las carcajadas subieron de tono cuando una zancadilla le hizo caer al suelo. No esperé a que se levantara. Me acerqué con pasos firmes y largos, lo que más tarde me valdría una regañina de Luanna. Me ubiqué entre el muchacho caído y el guerrero burlón, y grité con toda la fuerza que me permitieron los pulmones:

—¿Así se enseña a los niños de los guerreros? ¿Revolcándolos en el fango?

El hombre se carcajeó aún más, aunque ahora la risa no llegaba a sus ojillos castaños, que me atravesaban como dagas.

—Es una forma tan buena como cualquier otra —se encogió de hombros, adoptando una pose de indiferencia—. Y hay veces que para proteger a un ser querido no está demás darle un buen revolcón en el barro.

No lo entendí, por eso mi enfado aumentó, y toda la elocuencia que pudiera haber aprendido, desapareció de mi cabeza.

—¡Dejadle en paz! ¡Es tan sólo un muchacho que quiere vengar a su padre!

—Por eso no vendrá con nosotros. Una venganza se planea con la mente fría; sin ira, sin rabia – su voz estaba teñida con un tinte gélido que me congeló en el sitio, verdaderamente asustada –. Sólo intentaba hacérselo entender de manera que no se le olvidara nunca.

¡Ojala yo tampoco lo hubiera olvidado! Una lección gratuita que más me hubiera valido aprender.

—Pero vos no le ayudáis en nada, minando su hombría, intentando protegerle con vuestro cuerpecillo de niña, aún más humillante por el hecho de que sois su Tabaria —replicó el hombre, ahora serio, esbozando apenas una reverencia burlona.

Me volví para que Darien pudiera desmentir sus palabras. Yo sólo quería ayudar y seguro que lo sabía. Pero él ya se había levantado y me miraba desde arriba, profundamente herido, con los ojos grises brillantes por el odio. Escupió al suelo, a mis pies, antes de marcharse de mi lado. El único sonido que se oyó en la plaza llena de guerreros fue un suspiro trémulo que escapó de mis labios.

I. Cielo y Tierra (I)


En sus rasgos de niño ya se había esbozado lo que llegaría a ser, pero ni en mis más locas expectativas hubiera imaginado al hombre que se alzaba ahora frente a mí. Enorme. Poderoso. Apuesto. Todo lo que cualquier mujer podía llegar a desear. Todo lo que a mí me habían enseñado a odiar. Un guerrero de casta, paradigma de todos aquellos que sustituían el don de la inteligencia por el poder del sudor y la espada, de la guerra y la violencia.

Y, que Eala me perdonase, pero hacía mucho tiempo ya que ese hombre me atraía.

Quizá hubo un tiempo en el que nuestros mundos podrían haberse unido gracias a nosotros. Quizá si no hubiera existido la interminable batalla entre castas, no habría tenido que separarme nunca de él. Ya no importaba.

Yo había causado su caída, forzado su exilio. Para proteger a mi propia casta sacerdotal y por otros motivos mucho más egoístas. Por desgracia, él los conocía todos y estaba dispuesto a hacerme pagar por ellos.

La colina a la que me había subido a la fuerza era escarpada. Pesados bloques de granito se alzaban orgullosos desde el suelo. Algunos romos y suaves, redondeados por el viento incesante que los acariciaba desde el principio de los tiempos y que ahora me hacía estremecer de frío. Y otros, agudos y filosos, desafiando al cielo, marcándolo como un objetivo.

Cielo y Tierra, en guerra perpetua, al igual que nuestras dos castas. La casta sacerdotal, la de la mente y la palabra, que representaba a las diosas del Cielo. La de los guerreros, de la lucha y la fuerza, representando a los dioses de la Tierra.

Siempre enfrentadas, incapaces de convivir en paz.

La casta de los guerreros nunca había encontrado un ejemplar mejor en el que reflejarse que aquél que estaba parado frente a mí. Alto, fornido y sudoroso. Con todos los músculos del cuerpo bien definidos, como si un artesano los hubiera esculpido con un cincel. Los rasgos faciales toscos y arrebatadores, de pómulos marcados, mandíbula cuadrada y nariz ancha, ligeramente torcida por todas las veces que se la había roto. Los labios gruesos, pero duros, apretados en una eterna mueca de disgusto. Al igual que su ceño, siempre fruncido.

Sus manos anchas y grandes alguna vez habían rodeado mi cintura, pero siempre se habían encontrado más cómodas sobre la empuñadura de su temible espada, Mordha, la que ahora mismo me apretaba al cuello, su punta afilada descansando sobre el hueco de mi clavícula. Yo nunca había sido capaz de sujetar el arma y a él jamás le temblaban los brazos al blandirla, apenas consciente del peso. Una bandolera de cuero curtido y tachonado con acero cruzaba su pecho desnudo, necesaria para poder colgar la vaina de Mordha a su espalda. El resto del torso, tan sólo estaba cubierto por tatuajes que le marcaban como un gran guerrero, dibujos que representaban la antigua lengua de los dioses, aquel que tanto odiaba su casta. Yo conocía cada runa, cada símbolo escrito en ese cuerpo. Había sido mi mano la que los había grabado a fuego en su piel.

Como siempre, su vestimenta era del todo inapropiada para presentarse frente a una sacerdotisa como yo. Gruesos pantalones de cuero negro, que se perdían dentro de unas botas de piel de lobo, abrigada y cómoda. ¿Dónde se había quedado la resplandeciente armadura de etiqueta, obligatoria para escoltar a cualquier sacerdote? Lo que sí sabía es que los brazales y hombreras de hierro adornados con temibles púas que lucía en ese momento nunca habían formado parte de ella.

Lo observé todo de él. Todo. Excepto sus ojos.

Podía recordarlos. Grises. Plateados. Con el mismo brillo acerado del filo de su espada. Temibles y amenazadores bajo las cejas negras. Juzgándome y condenándome. Firmes en su decisión de castigarme, sin importar la relación que nos había unido tiempo atrás.

Al igual que no me había importado a mí.



* * * * *

Me animo y empiezo a colgar mis Guerras de Castas. Sería... algo así como la primera parte de uno de mis proyectos... La Noche de Tamán.
Con éste no desesperéis, que ya está escrito. Sólo voy a ser mala y lo voy a dar en pequeñas dosis.
Espero que os guste