Reflexiones en Camino


Es curioso. No sé cómo empezar. El bloqueo del escritor, lo llaman. Y, a veces, el temor a la página en blanco. En mi caso es otra cosa, estoy segura. Quizá el Gran Respeto al camino mágico. O el pánico a no poder hacer justicia con las palabras a la Senda Milenaria que tanta gente ha hollado con sus pies. Sea como fuere, es traumático para alguien que sabe desde hace más de diez años que la escritura es su vida el no poder escribir una palabra satisfactoria de un camino que empezó hace casi ocho.
O puede que sentirse humilde sea la primera lección.

Julio-Agosto de 2003
Quizá fue caminando por las corredoiras de Galicia, que me dí cuenta de que los defectos que ves en los demás, suelen ser reflejos de los tuyos propios. Es menester del Camino mostrarte verdades que no logras ver en tu vida cotidiana. Y son tantas esas verdades como caminos hay en el mundo: al menos uno por peregrino y nunca uno igual que el anterior o que el siguiente.
Mis verdades empezaron a mostrárseme hace casi siete años. ¡Qué tiempos aquellos en los que una niña quería hacerse mujer y a la vez una mujer deseaba seguir siendo niña!
En Vega de Valcarce empecé el viaje hacia mí misma. Al igual que todos los viajes, henchida de ilusiones y expectativas. Así fue como me calcé las deportivas que se adaptaban a la planta del pie como una segunda piel; esas zapatillas que a tantos otros lugares me habían acompañado. Cargué a mis espaldas una mochila llena de despreocupaciones infantiles. Y paso a paso, un pie delante de otro, empezó una andadura que continuaría durante toda mi vida.
Aquel viaje fue un lindo camino de rosas. Los pies me dolían, por supuesto, las caderas, las piernas y la mitad de los huesos del cuerpo. Pero era feliz, realmente feliz, correteando por el camino, saludando a mis compañeros peregrinos que me acompañaban en esta andadura, sonriendo a los paisanos de los pueblos, pensando en la vida tan maravillosa que tenía.
Sí, fue un buen viaje, aún mejor gracias a la compañía: Mi hermana mayor y su hermana mayor. La alegría era nuestro guía; el amor, el colchón mullido que nos permitía descansar cada noche. Y las risas… Las risas eran la fuerza que nos animaba a continuar caminando sin pensar en las agujetas y demás dolores que nos machacaban el cuerpo.
Ese dulce primer camino…

Marzo-Abril de 2007
La nieve inunda las primeras etapas de este duro tramo. El frío y la humedad se cuelan en todos los huesos impidiéndome descansar por las noches. Las ampollas que salieron en los primeros siete kilómetros están a punto de conseguir que me rinda. Galicia otra vez, siempre la misma y a la vez tan diferente. Esta vez el camino de rosas se ha quedado en los tallos espinosos y cada paso es un pinchazo en el cuerpo y en el alma. Sobre todo en el alma.
Más verdades que mostrarme. Esta senda no es lugar donde esconderse, donde huir de los problemas que intentas eludir por todos los medios. En el Camino se te muestran de las formas más creativas y es función del peregrino reconocerlos, aceptarlos y ponerles solución. Y que nadie se lleve a error: aquí las bellezas se aparecen gloriosas e impactantes y los problemas de la forma más cruda y dolorosa.
Y hay veces, en las que agachar la cabeza, suspirar con profunda pena y decir: “no puedo más” es el mayor acto de valentía. Quizá ese reconocimiento del fracaso es el que más tarde te da fuerzas para seguir adelante. Quizá reconocer que tú sola no puedes con tu vida y pedir ayuda a la gente que te rodea y te tiende la mano y el corazón es la batalla hacia sabiduría suprema. Pero es taaaan difícil.
Suerte que la compañía, de nuevo, es la mejor a la que podría haber aspirado: Mi hermana mayor y el amor de su vida, ese cuñado que transformado en “perdigón”, “soldado raso” o “majorette” me hacía reír entre lágrimas, transformando la amargura en alegría. Gracias a su respeto por el lema “despacito y con dulzura” pude caer del todo y volver a levantarme como por arte de magia. Y sí, fue más duro reconocer que quizá debía marcharme a casa y abandonar un camino que no parecía estar hecho para mí, que llegar más tarde a Santiago con los pies destrozados y llenos de ampollas.

Mayo de 2008
Francia nos da la bienvenida con el verde exuberante de sus bosques y el calor de un microclima que nos sorprende nada más cruzar la frontera. Tres días hasta subir el Somport; el Camino Aragonés nos espera.
El miedo atenaza mi garganta y entumece mis piernas. ¿Y si otra vez el camino se me resiste? ¿Y si de nuevo el dolor me impide disfrutar del caminar? Suerte que los “y si…” no ganaron la partida porque me habría perdido uno de los viajes más maravillosos de mi vida. Un viaje hasta lo más profundo de la vida, a la Naturaleza en estado puro. Un camino de brujas y magia, de cuevas y dólmenes escondidos. Una senda en el que la agrura y la sublimidad se entremezclan hasta formar un solo ser. Así es como yo imagino a los antiguos dioses olvidados, impenetrables y acogedores a su vez.
Un camino que fue un arduo regalo. Y no tengo prisa por regresar porque sé que no volverá a ser igual otra vez. Sólo espero que la próxima sea mejor.

Agosto de 2009
No tengo problemas en los pies. Los músculos responden satisfactoriamente a las exigencias del primer tramo del camino. ¡Oh, cuántas veces había querido empezar en Roncesvalles mi andadura! Todas las ilusiones puestas en un viaje milimétricamente planificado. ¿Qué fue lo que hizo que el camino se torciera?
Esta vez mi hermana mayor no me acompaña. Soy yo quién se yergue con la medalla de la experiencia. Un peso demasiado grande que intento llevar de la mejor manera posible.
Llegamos al punto de partida y la verdad se nos muestra como todas en el camino, desnuda y cruel. Un frío barracón donde descansar por la noche y riadas de gente en busca de un milagro. ¿Será la Tierra capaz de soportar tanta promesa, semejante masificación?
Soy yo la que se muestra incapaz de cumplir el rol asignado. Me encuentro sola la mayor parte del tiempo, preguntándome una y otra vez por qué mi compañera parece encontrar más atractivo el mp3 que mi conversación, la espalda de peregrinos anónimos que mi sonrisa amorosa, sonrisa que no tarda en desaparecer de mis labios. Mis consejos caen en saco roto y la frustración hace mella en mí, lenta pero inevitablemente. ¿Cómo hacerle ver que juntas podemos disfrutar más? No parece ser posible…
Así que yo busco mi propia compañía y descubro en Obanos lo maravillosa y cálida que puede resultar la sonrisa de un desconocido. Los peregrinos dejan de ser compañeros para convertirse en Compañía. Parece que intuyen que necesito una palabra amable, un cariño que hace unos días que no recibo. Me lo ofrecen con gusto e intento corresponderles. Creo que lo consigo. Mi ánimo mejora mientras otro se hunde. ¡Ah, la inconsciencia de la juventud deseosa de librarse de las normas, hasta de las que impone el sentido común!
Nos volvemos antes de lo previsto pero no con mal sabor de boca. He aprendido muchas cosas. Entre ellas que soy capaz de sobrevivir en la soledad porque aún estando sola hay personas que me acompañan, que me arropan con su amor desde la distancia.


Ahora, desde casa, los recuerdos se agolpan en mi cabeza, pugnando entre ellos por ser el vencedor y mostrarse claro ante mis ojos. Una lucha inútil pues existe un rincón al que mi corazón vuela a menudo en busca de solaz. Santa María de Eunate, ermita templaria y niña de mis ojos – supongo que de muchos otros –. Uno de los muchos regalos del camino, para mí el más preciado. No se hace pesado caminar hasta ella desde Obanos. A la ida los pies corren hacia la llamada del Paraíso y a la vuelta, libre de cargas, el cuerpo parece levitar por su liviandad. Es allí, en el segundo anillo de arcos, en la tercera arista a la izquierda de la puerta, donde he encontrado paz junto a los zumbidos de un avispero. Es dentro, frente a las espigas de trigo que adornan a la Madre Tierra, donde mis lágrimas caían por la dicha de sentirme parte del mundo, parte de la energía que traspasaba mi cuerpo desde los pies descalzos. Casi puedo revivir todavía la sensación de plenitud que me invadió en el templo.
Quizá lo hago cada vez que abro el álbum de fotos y mis ojos se pierden en las imágenes rescatadas. Los ojos del alma, por supuesto. Una y otra vez rememoro las hermosas enseñanzas cogidas al vuelo en los lugares más insospechados. En la iglesia de Triacastela, por ejemplo, una atea declarada como yo, descubrió en las palabras de un sacerdote cristiano que no se puede amar a los demás si no te amas a ti mismo. Sobre el templado suelo de un porche, bajo la atenta mirada de un gato cómodamente instalado en una mecedora, rodeada por los cálidos rayos del sol de Marzo, reconocí que estaba triste porque no quería hacerme mayor. Entre Canfranc Estación y Canfranc Pueblo me dí cuenta de que soy capaz de hacer cualquier cosa por abrazarme al tronco de un florido almendro. Creo que fue en ese mismo tramo donde pude ver que la magia nos rodea y que la palabra “bruja” en los labios de un ser querido, es un delicioso halago.
No sé dónde aprendí que la realidad verdaderamente supera en todo a la ficción. Probablemente, en cada paso dado a lo largo del Camino.



A todos los peregrinos que me han acompañado en el camino y a los que quedan por acompañarme.

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