VII. La Invitación





VII. LA INVITACIÓN

Karen le dejó salir de su boca con una pequeña succión. No demasiado fuerte como para causarle dolor, ni excesivamente ligera como para que no lo notara. En su justa medida, sólo para lamer los últimos rastros de su semilla y provocarle un rugido de satisfacción. Porque lo quería todo de él. Era suyo. En ese momento se sentía egoísta.
Pero también quería recompensarle de alguna manera. Quería que él disfrutara del poder. Quería darle ese cálido placer que resbalaba por la cara interna de sus muslos. Deseaba que lo bebiera como ella había hecho para él. Porque el sexo también la hacía sentir generosa.
Por eso se levantó con una tranquilidad que apenas creía poseer y se despojó de toda la ropa, dejándole ver su carne erizada por la anticipación; permitiéndole disfrutar de cada centímetro de su piel desnuda. Le daría el privilegio de de recorrer su cuerpo con las manos, de lamerlo a placer hasta dejarla temblorosa y con el mismo aspecto de gata satisfecha que él lucía.
Le otorgó su sonrisa más lasciva, aquella que le decía sin palabras las reglas del juego… o la total ausencia de ellas, y apreció en sus ojos un brillo de deseo instantáneo y abrasador. Caminó lentamente hacia atrás, sin apartar la mirada, sin retirar su sonrisa, y se dejó caer con elegancia en un sillón, girándolo hasta quedar enfrentados.
Llevó una mano blanda sobre la rodilla y suave, muy suave, la subió por el interior de un muslo. Apenas las yemas de dos dedos rozaban su piel, pero bastó para que un escalofrío ansioso la recorriera. Se mordió el labio inferior con fuerza, ahogando un jadeo nervioso, y continuó ascendiendo por la piel tierna hasta rozar los rizos oscuros que adornaban su más preciado secreto.
Cambió el curso de los dedos, desviándolos deliberadamente por su ingle, en dirección a un costado. Continuó subiendo, con los ojos masculinos clavados el recorrido y más tarde en el pezón erecto que bordeaba con una uña. Aquello era el paraíso.
Se arqueó sinuosamente sobre el sillón, frotándose los muslos y restregándose contra el brocado suave del asiento. Gimió y continuó moviéndose frente a la mirada del hombre que otra vez se ponía duro por ella. Bajó las manos de golpe, como si ya no pudiera aguantar más, y las paseó por el triángulo oscuro entre sus piernas. Se acarició las ingles, el interior de los muslos, jadeó, gimió. Su cuerpo desnudo llamó a gritos a ese hombre que había hecho despertar su deseo, pero que no parecía dispuesto a dejar el cómodo colchón. Y sin poder aguantarlo ni un solo segundo más hundió dos dedos en la cálida humedad que bañaba su lugar más íntimo.
Un nuevo gemido agudo resonó en la habitación, seguido de unos jadeos incontrolados nacidos de la lujuria. Apenas pudo escucharlos, pues parecía que sus oídos se hubieran taponado por la magnitud de sensaciones. Le dolían los pezones, duros capullos arrugados que se impulsaban en dirección a Mike, reclamándole su atención. Todo su cuerpo parecía consumirse por la necesidad de ser tocado, poseído;  las exquisitas chispas de placer que habían tentado su cuerpo hacía tan sólo unos instantes, no habían sido suficientes.
Se recostó en el sillón, ronroneando, apreciando el cuerpo macizo de Mike, que por fin había decidido dejar de ser un mero observador. A la vez que él se acercaba, ella alzó la mano hasta sus labios secos, y probó en su lengua el poder que estaba a punto de regalarle, mojando aún más sus dedos ya húmedos. Le observó detenerse, como si le hubieran golpeado en el centro del pecho. Puro músculo compacto y brillante de sudor. Con su miembro erecto, apuntando hacia ella en una sutil amenaza. Un hombre. Un guerrero. Que no dudó en arrodillarse frente a ella y apoyar las manos sobre sus rodillas en una humilde súplica.
Y Karen no pudo menos que otorgarle una exclusiva invitación, abriendo bien las piernas para él.

VI. El Sabor del Deseo





VI. EL SABOR DEL DESEO.

Muy pronto, el calor de la habitación empezó a ser sofocante. La humedad que provocaba el sudor de sus cuerpos, el aliento que escapaba con cada gemido de Mike, hizo que se empañaran los cristales de las ventanas. El colchón crujía cada vez que él alzaba las caderas en una nueva embestida, mientras Karen le apretaba sin rastro de timidez, buscando liberarle en un potente orgasmo.
Dejó que su carne se escurriera por su lengua. La deslizó arriba y abajo, a lo largo de toda aquella gloriosa longitud, devorando con ansia cada espasmo de placer. Ronroneó cuando sus caderas se volvieron impacientes, jadeó en el momento en que empezó a perder el control, y gimió con deleite al recibirlo entero en su boca, dejando que la golpeara en lo más profundo de su garganta, rogándola que se abriera aún más para él.
Abrió los ojos y se bebió con la mirada la dicha de su rostro, olvidando de pronto mover la mano que ocultaba bajo la falda. El no le ocultó su deseo, ni la forma maravillosa en que le hacía sentir su boca. Su cuerpo se estremecía con violencia a la vez que adelantaba la pelvis una y otra vez, sacudiendo sus huesos al ritmo que ella le imponía. Dejaba escapar gruñidos y jadeos, como si no pudiera mantener en su interior las poderosas emociones que le provocaba.
Karen cerró más los labios, presionando su sexo, notando cómo la piel que lo cubría quedaba fuera de su boca, para dejar al alcance de su lengua la carne que verdaderamente la necesitaba. Y que ella necesitaba. De su cima se escaparon cálidas gotas de semen, saladas y escurridizas, que traspasaron el ardor a su misma sangre. Gimió en respuesta a ese principio de éxtasis, y todo su ser pareció volverse lava roja y fundida que nacía en lo más profundo de su vientre y se deslizaba lentamente por la cara interna de sus muslos. Una chispa de sabia satisfacción brilló en esos ojos dorados y ella le castigó con los dientes, provocando un gruñido bajo que enardeció aún más sus sentidos.
Debería sentirse intimidada por su tamaño, que continuaba obstruyendo su garganta, negándole el aire cada vez que se hundía en ella. Pero no era así. En lugar de sujetar su cabeza, obligándola a mantener un ritmo imposible, sus manos apretaban con fuerza la colcha granate a ambos lados de su cuerpo imponente. Podía apartarse en el momento en que lo deseara. Pero no quería negarle la súplica que brillaba en su rostro, ni quería privarse a sí misma la excitante sensación de saberse dándole placer. Era ella quién marcaba el compás, guiándose por las sacudidas de su miembro.
Sus embestidas se hicieron más ansiosas, los músculos de su rostro se tensaron con dureza. Los pesados párpados de espesas pestañas negras se entrecerraron al mismo tiempo que mostraba los dientes apretados, en una mueca que podía interpretarse como el dolor más profundo o el más intenso placer. Y fue su miembro, de pronto tenso contra su lengua el que le mostró la verdad, cuando explotó en potentes oleadas de éxtasis que se estrellaron contra su garganta.
Ella tragó dichosa, consciente de que el hombre que yacía en la cama disfrutaba de su orgasmo porque ella lo consentía. Que en ese preciso instante, se encontraba completamente a su merced. Sabedora de que la línea que separa el placer de la frustración dependía tan solo de su boca caprichosa. Esa boca golosa que lamía cada centímetro de su sexo necesitado. Y supo al fin a qué sabía el deseo de un hombre:
Al más embriagador y absoluto poder.

Pol. Ind. Los Desamparados


Nombre: Venus
Profesión: Prostituta
Lugar de residencia: Pol. Ind. Los Desamparados

Aquella mañana, nada más despertarse, se sorprendió de la intensa luz que bailaba en su habitación, molesta para sus ojos y el resto de sentidos embotados tras la borrachera de la noche anterior. Dos días atrás, no había una sola sombra que se moviera en las paredes negras. Hoy, sus pocos cachivaches jugaban a oscurecer la pintura amarilla. Bajó de nuevo la cabeza al colchón, tapándola con la almohada. Más tarde compraría tinte granate y redecoraría su cuarto.

Cerró con llave la puerta de su dormitorio nada más salir. Deseó para esa noche un par de clientes más de lo habitual y así poder comprar otro cerrojo que se sumase a los tres que ya había. Nunca eran suficientes. Bajo los arañazos producidos por las palancas se veían las diferentes capas de pintura que habían embellecido la sencilla madera de castaño. El blanco no era uno de ellos.
La burda lana de la alfombra roja amortiguó el ruido de sus tacones. Una burla constante para sus vecinas y para ella. Todas las mujeres que allí vivían en algún momento habían sido divas de la moda. Su chulo opinaba que la alfombra contribuía a que los clientes que llevaban a sus dormitorios pagaran más, en agradecimiento a poder jugar entre las piernas de mujeres cuyos nombres habían aparecido en las revistas en el pasado. Quizá la farsa habría resultado si la tela no hubiera estado arrugada, agujereada y sucia; casi tanto como las almas de las que allí trabajaban.
Salió por el portal, en dirección al Polígono Industrial de los Desamparados, dónde cada noche ocupaba su lugar justo en la esquina de la calle de la Noche con la Diez. La calle de la Noche en honor a su profesión, la Diez por los años que llevaba ejerciéndola. En cuestión de unos meses tendría que caminar hasta la siguiente esquina. Cuesta arriba, y cada vez más empinada. Y cuanto más arriba, menos clientes se detenían frente a ella.
Sacó un taburete plegable de detrás de una planta de adelfas y se dejó caer en él, recostando la espalda sobre la farola descascarillada que la había iluminado los últimos nueve meses. Se subió la falda y bajó el escote, un centímetro más bajo cada año que pasaba, y procuró no pensar en esos tiempos en que habría podido ir vestida de monja y aún así los hombres se habrían roto el cuello en sus coches para poder comérsela con la mirada.
Hablando de coches…
El Renault 21 de todos los días se detuvo frente a la farola, viejo y abollado, como su conductor. Fuera como fuese, era el que le ayudaba a pagar las facturas. Escondió de nuevo el taburete tras las adelfas, montó en el coche. Este arrancó, rumbo a la parte más oscura de la vida.